jueves, 24 de junio de 2010

MEDIAS VERDADES


Conocí a Héctor Amado una tarde lluviosa de Abril. Una de esas tardes grises y húmedas de la primavera parisiense. Aún era pronto, para un español. La hora del café; más o menos, las tres de la tarde. La hora da igual, porque podían haber sido las cuatro o las dos. Pero, no; pongamos las tres de la tarde. Muy tarde para un francés; muy pronto, aún, para un español.

[Héctor, que era español por los cuatro costados, llevaba viviendo en Montmartre nada menos que diez años. Desde niño había tenido fijación por este, otrora, famoso barrio parisino, donde los artistas pululaban, creaban, fornicaban y se relacionaban con los demás artistas venidos de todas las partes del mundo, en aquel final del siglo XIX e inicios del XX. La Exposición Universal de 1900 fue el punto de inflexión para Montmartre, Sí, seguiría siendo aún un centro de peregrinaje para los curiosos y aficionados al arte que no estuviesen al tanto de los cambios operados en la Ciudad de la Luz; pero la balanza artística se inclinaba por la rive gauche, por Montparnasse.

Montmartre, no obstante, conservaría su glamour, su brillo y su influencia, bien que ajada, vetusta, demodée. Eso, a Héctor no le importaba, es más, lo agradecía: el barrio había ganado en
tranquilidad; menos curiosos -que poblaban, ahora, las márgenes del otro lado del río-; alquileres más baratos; restaurantes y bistrots con menos ínfulas; y, en fin, mayor privacidad y anonimato.

La fijación de Héctor por el barrio del Moulin de la Galette, tantas veces motivo de escenario para varios pintores y algún músico, entre ellos su admirado Toulusse-Lautrec, tenía su justificación en causas familiares. Sus abuelos maternos, así como su madre, habían residido en una de estas calles, de fachadas desconchadas pero de porte noble, que en algunas manzanas formaban bloques de cuatro pisos con un patio de luces interior. Su madre cursó sus primeros estudios en l'École Normal du Quai Montmartre; cuando cumplió los catorce años, dejó el colegio
y entró a trabajar en una empresa familiar de bombones, en la que realizaba la delicada labor de
colocar los finos chocolats en cajas de madera de ciruelo forradas de papel manila; en dos años ya
era jefa de partida (Héctor heredaría su sensibilidad y destreza con las manos).


Su abuelo, Vicente, trabajaba de entibador en la construcción del Metro de Paris -que en aquellos momentos estaba en plena expansión- tras haber recorrido media Sudamérica construyendo ferrocariles en Argentina, pastoreando ganado en la planicie uruguaya y saltando al Canal de Panamá, de donde lo echaron a los seis meses de llegar por subvertir a los trabajadores -por sindicalista- (Héctor, heredaría de él su combatividad y espíritu de sacrificio, además de su inquebrantable fe en la justicia social y la implicación en la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores).
Su abuela María se dedicaba a cuidar de los chicos y atender la casa; mientras lo hacía, cantaba (¡y cómo cantaba! Héctor, heredaría de su abuela el fino oído); la conocían en el barrio como: Marie la Belle Voix, lo que no hacía sino estimular aún más sus dotes; tuvo que ampliar su repertorio con canciones que escuchaba de vez en vez en la radio de Madame la concierge, quien estaba encantada de que Marie la Belle Voix bajara desde el tercer piso en que vivía a la portería -su casa- a aprender nuevas canciones.

Paris, entonces, era la capital cultural del universo, y no
es improbable que alguien de su familia
se cruzase en aquellos días con Pablo Picasso, o Juan Gris; incluso puede que escucharan a Erik Satie tocar en alguno de los cafés que disponían de piano cuando salía de farra con los amigos recalando en el Moulin Rouge y acabando en cualquier tugurio, borracho como una cuba y llevando a cabo, para deleite de todos, aquellas famosas improvisaciones suyas que darían lugar, cuando, ya sobrio, despertara al día siguiente, a alguna de sus Gimnopedies o Gnosiennes; una lástima que cuando aquella familia suya tan viajera llegara a Paris el famoso Chat Noire llevara varios años cerrado (Héctor, heredaría de aquel ambiente su gusto por el arte y sus refinados modales que más parecían gabachos que hispanos).

Así es que un buen día, cogió sus bártulos (las cuatro
pertenencias que podía transportar, lo demás lo repartió entre amigos y hermanos) y se plantó en la rue des Gobelins, donde vivieran sus abuelos hacía ya setenta años. Alquiló un altillo, relativamente barato, equivalente a un quinto piso, con los techos abuhardillados y un pequeño aseo de nueva construcción al que tenía que acceder casi de perfil.
Desde entonces vivía allí, apartado de todo salvo de Paris.]

Llegué al bistrot corriendo, pues en ese momento arreciaba. Era una de esas tabernas-cafés ni demasiado pequeña ni demasiado grande; con el tamaño justo para no sentirse abrumado por el espacio abierto, ni constreñido por el agobio; un sitio donde la gente entra por cualquier motivo, se queda sin ningún motivo y sin motivo alguno vuelve a salir olvidando inmediatamente que ha estado allí. Tras sacudirme la gabardina en la entrada pasé y miré. Estaba todo ocupado salvo un banco corrido, pegado a la pared, revestido de cuero rojo en asiento y respaldo, que hacía ángulo con otro de similares características; el otro lado del ángulo estaba ocupado por un hombre de mediana edad, tirando a maduro, delgado y con barba blanca y corta, llevaba puestas unas gafas de tipo quevedos -redondas, con montura
metálica-; estaba con un libro abierto a su lado izquierdo y en el derecho un cuaderno sobre el que estaba escribiendo.


Me acerqué y le saludé; él apenas hizo un gesto, levantó los ojos -los tenía de un verde claro tirando a grisáceo- y los volvió a posar sobre el libro tras hacer lo que me pareció una leve inclinación no con la cabeza, sino con los mismos ojos. Tomé asiento a su misma mesa, me froté las manos, más como un gesto nervioso que porque las tuviera frías y pedí un café cuando se acercó el garçon.
No recuerdo bien de qué modo comenzó la conversación, pero a la media hora ya estábamos hablando del barrio y de sus, antaño, ilustres moradores. Por allí desfilaron Van Gogh, Matisse, Degas, Utrillo (que había nacido en el barrio), Renoir, y, como no, Toulouse-Lautrec que tanto publicitara los cabarets de la Galette y el Moulin en sus soberbios carteles.
No pude averiguar a qué se dedicaba, pero me dijo que pasaba mucho tiempo en bistrots como aquel. Nunca repetía en días consecutivos el mismo lugar, tardaba, al menos quince días en volver al mismo sitio; con lo que daba a entender que se movía bastante. Me dijo que, de vez en vez, cruzaba el río para adentrarse en el barrio rival, Montparnasse; pero seguía prefiriendo la decadente y tranquila colina del Sacré Coeur.


Así nos estuvimos viendo varios días; la verdad es que hicimos buenas migas. Siempre quedábamos por la tarde, tras la comida; a tomar café. Nuestras conversaciones se fueron haciendo cada vez más complejas e íntimas. Me hablaba de su patria chica, de su familia, de sus abuelos que vivieron allí antes que él; de sus sueños: él quería a toda costa escribir algo que
justificase su presencia en el lugar. Realmente había ido allí buscando un estímulo para realizar la obra que aún estaba por llegar. Había escrito poemas, cuentos cortos, alguno más largo, pero sin llegar a tener nunca la entidad de novela corta, siquiera.

Me enseñó alguno de los poemas, alguno de los cuentos... Nada reseñable, voluntarioso, bien escrito, pero sin alma; faltaba el talento, eso era patente, pero no sería yo quien se lo dijese. Yo le animaba, comentaba detalles, estilo, ideas; pero callaba mis verdadera impresiones: nunca llegaría a escribir nada que valiese la pena.
Creo que él presentía lo que yo sentía y pensaba,
porque, en ocasiones que me pedía parecer u opinión sobre alguno de sus escritos, mi falta de convicción en lo que decía parecía causarle el efecto de algo chirriante, pues torcía levemente el gesto en una casi mueca imperceptible que denotaba -creía yo- incredulidad.

Un buen día me trajo una carpeta voluminosa con un montón de cuartillas mecanografiadas. Allí, había de todo: poemas, prosa, dibujos, recortes de prensa y revistas con imágenes, fotografías. Tal y como me lo entregó tenía todos los visos de ser un legado. A los dos días de aquello, cuando
llegué al café donde habíamos quedado citados, el garçon, me trajo una nota que decía así:


"Sé que le va a extrañar lo que le voy a decir, aunque bien sé, también, que creo que lo intuye. La carpeta que le entregué antes de ayer contiene todo lo que creo que puede merecer la pena de lo que aquí he escrito desde que llegué hace diez años. Bien sé, así mismo, que este "merecer la pena" no significa más que no hay porqué tener prisa en quemarlo o arrojarlo a la basura. Quizás pueda resultar simpático. En esas cuartillas va el alma de un hombre, sus sueños, su intento por elevarse sobre sí mismo. Por último, sé que no lo he conseguido; que, aunque lo hubiera conseguido, estoy seguro que tampoco alcanzaría, a duras penas, sobrepasar el nivel de la mediocridad. Así pues, me doy por vencido. Le dejo mi "legado" para que haga con ello lo que estime oportuno. Yo, me vuelvo a España. Haré lo que tengo que hacer, aquello para lo que sirvo. Ya, no más entelequias; ya, no más sueños. Me queda escasamente una vida por vivir y no pienso desperdiciarla más. Ha sido un placer conocerle. Me despido, agradecido. Adiós."


Tomé la determinación de intentar buscar a alguien que me diera una valoración más profesional que la mía. Recorrí bibliotecas, librerías, incluso fui a la facultad de letras de la Sorbonne, en Nanterre, donde tenía a un amigo en calidad de lector de Epañol. Todos me dijeron los mismo: mucha voluntad, pero poco brillo, sin genio; con estilo, pero sin la profundidad suficiente. No encontraría quien lo publicara. Quizás si encontraba alguien que lo financiara...
A pesar de todo no me desanimé. Lo que sí tenían aquellos legajos era corazón, eso no se le podía negar; y era motivo suficiente para mí.
Cuando llegó, poco después, la revolución de internet y la posibilidad de publicar fácilmente por medio de bitácoras (blogs), me determiné a ir publicando la obra de este desconocido, más como homenaje que porque realmente pensara que fuera a conseguir algo con ello.


Y aquí estoy, estos son algunos de esos intentos por llegar al corazón de alguien desde un corazón honesto sincero. Comenzaré por esta especie de colección de pensamientos, medio filosóficos, medio costumbristas:

Demi-Verités I

Il faut dire que pour un esprit romantique ce qui est vraiment
difficile c'est vivre pour une femme ne pas mourir pour elle.
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Pour celui qui place l'Amour comme axe centrale de l'existance c'est relativement plus facile se perdre par une femme que vivre pour elle.
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Le plus précieux de l'Amour est le désir renouvé, l'envie insatisfaite, l'espoir sostenue, le mystère, la satisfaction qui ouvre nouvelles portes vers la promeesse infinie; ce jeu d'aller et retour aux sources du plaisir, un plaisir jamais comblé, un plaisir frais et vivifiant qui jaillit de l'élan vital de l'univers.
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Cet élan de recherche existentialiste qui pousse la prolifération de la vie n'est qu'un essai perpetuel de
l'âme de l'universe pour devenir infini, pour transcender la propre vie: tourbillon de désirs individuels qui se relient mutuellement pour trouver un nouveau être, une nouvelle source de désirs, toujours insatisfaits -par définition et nécessité-.
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L'être
romantique est une tentative maladive -déçue- de cet élan vitaliste universel dont le composant émotionnel abstrait est trop fort, ce qui provoque une perte de forces matérielles generatrices en faveur de créations plus ou moins espirituelles dont l'Art est l'échantillon plus irréfutable... Mais l'art est aussi univers, c'est la forme plus raffinée de concevoir l'univers, plutôt, l'art est une façon d'exprimer l'intuition des univers possibles; intuition puissante qui peut provoquer la folie si elle n'est pas exprimée proprement.
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Donc, l'être
romantique est un excès de sensibilité pour pressentir l'énorme potentiel representatif de l'Amour, l'epique imaginaire de l'Amour, et qui, par conséquent, ne peut pas se résigner à l'amour ordinaire et quotidien, soumis de préférence à la dictée de la chair. L'êtreromantique cherche beaucoup de plus... et s'il ne le trouve pas... bon, peut être préférable d'y mourir avant de se plier à la médiocrité, de se contenter des miettes des frottements et les gémissements.
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Pour l'être
romantique la femme aimée est quelque chose de plus qu'un champ de bataille amoureux, c'est, en outre, une navette avec laquelle tisser le tapis de la propre vie, un vehicle pour voyager aux territoires pressentis par son âme, une muse capable de l'inspirer et rendre possible la réalisation de son intuition: cette puissance créatrice de belles néantises.
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Comment s'étonner que pour le
romantique la mort pour amour puisse-t-elle être plus préférable qu'une vie monotone et paisiblemente vide, si de cette façon réaffirme son intuition souveraine et sa supériorité sentimentale?
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Quel vertige, mon dieu!
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Dormir, s'enivrer, aimer... peut-être mourir?
Fuir, toujours fuir d'une réalité nécessaire qui nous écrase contre notre néant quotidienne.


Links de interés:

Los Sonidos de MEDIAS VERDADES
Erik Satie (1866-1925)
1-3 Gimnopedies
1-4 Gnosiennes

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