miércoles, 13 de octubre de 2010

El Diamante de Mosul. III




7
Tiempo de Pesquisas

Sobre el terreno, en los campos de excavaciones, cercana a cada área de actuación, se encontraba una gran tienda de campaña rectangular donde se iban apilando los objetos encontrados, siempre debidamente identificados con pequeños carteles donde figuraba la fecha y el lugar exacto del hallazgo. Anexa a ella otra tienda, ésta de más reducidas dimensiones, albergaba a los encargados de área de la excavación; allí gozaban de una relativa privacidad y podían hacer un primer registro, a modo de diario de trabajo o cuaderno de bitácora, del material descubierto y las vicisitudes o incidencias, si las había, del día a día. Allí disponían también de un camastro para descansar, en una de las esquinas; y algo así como un ascético despacho, donde mesa, silla y un ya desvencijado mueble de madera con baldas y cajones hacía las veces de archivo. Una lámpara de aceite era toda la luz de que disponían cuando la noche se cernía sobre la tierra y las sombras huían de sus formas.

En esos, ya, calurosos días de julio de 1851 se estaban llevando a cabo labores de excavación en tres grandes zonas ligeramente elevadas, cercanas todas ellas a la ribera oriental del Tigris (en la occidental, se erigía la más moderna Mosul). Estas zonas eran: La colina de Nabi-Yunus, la más meridional, aguas abajo; la de Korshabad, al este y más alejada del río; y la más grande, la de Kouyunjik, la más septentrional; entre las tres se extendía una amplia llanura en la que suaves ondulaciones delataban la presencia más que probable de ocultas construcciones -quizás edificaciones menores y calles de la antigua Nínive.
En Kouyunjik, Layard había descubierto, año y medio antes, el imponente y majestuoso palacio de Senaquerib, que albergaba la Bilioteca de Ashurbanipal. Aquí realizaba su labor Percival Hopkins, ahora con la ayuda y la asistencia de la enviada por la Royal Geographical Society, Helen Robertson.

Tras concretar la logística para un eficaz, y muy británico, funcionamiento y establecer la estrategia a seguir en la búsqueda de la biografía de Shamhat, ambos jóvenes se enfrascaron en la tarea de lleno. Se enviaron recados por cable a Bagdad con sus planes, entre los que se encontraban el recabar toda la información que en sus archivos centrales se encontrara sobre Uruk, el templo de Eanna, textos sobre la Epopeya de Gilgamesh u otros referentes a aquella época en los que se citase a una sacerdotisa llamada Shamhat, protagonista secundaria de la Epopeya; también se les pidió información acerca de las excavaciones que en Uruk realizaba en ese momento William Loftus, a cargo del Museo Británico, instando a extremar la atención en los descubrimientos que tuviesen que ver con las anteriores referencias.
Por otro lado se avisó a los encargados de las otras áreas, allí mismo, en Nínive, al respecto de su investigación, rogándoles les fuera transmitido de inmediato cualquier hallazgo que fuera de utilidad.

A partir de aquel momento todas las tablillas encontradas en todas las áreas de excavación pasarían por las manos de Mrs Robertson -la sagaz, como se la empezó a conocer-, y por las de Percival Hopkins, como encargado, además de su área, del Departamento de Catalogación y Archivo de todas las que, en ese momento, trataban de poner al descubierto la historia y los secretos de la ciudad más poderosa, y última capital, del Imperio Nuevo Asirio. La ciudad donde parecía hallarse el origen y la clave de un misterio que se había hecho patente irrumpiendo en los sueños de un joven amante del arte... y de los misterios.


Los trabajos en la Gran Biblioteca se aceleraron: más medios y más hombres, pero también más meticulosidad y cuidado. Se fue haciendo un mapa detallado de las diversas dependencias y anaqueles donde iban apareciendo, ordenadas por temas, decenas de tablillas diariamente. Este ordenamiento original facilitaba en gran medida su trabajo, no obstante se revisaba todo, re-catalogando si era necesario.
Así, un día en que Percy rellenaba una de tantas fichas del catálogo, y Helen revisaba unas tablillas procedentes de lo que parecía ser el archivo de los fondos de los santuarios, en la zona de Asuntos Religiosos, una exclamación, más semejante a un grito que a un aviso, le sobresaltó haciéndole trazar una línea donde debía figurar un punto:

- ¡Eureka! ¡Lo sabía! ¡Creo que aquí hay algo! ¡Percy, creo que ya lo tenemos!

Dejando el cálamo sobre la hoja ya inservible -la pulcritud era en él una obsesión-, Percy se apresuró al otro lado de la mesa donde Helen, con una lupa en la mano, le miraba exultante. Exhibía la sonrisa más bella que nunca hubiera visto. Pasando de aquella sonrisa -que inconscientemente se le alojó, discreta, en el corazón- a la tablilla que ella estaba mirando, contempló una serie de figuras antropomórficas y animales sagrados profusamente decorados.

-¡Mira!
Helen puso la lupa sobre una de esas figuras, la que aparecía en primer lugar de una serie procesional distribuida en cinco hileras. Se trataba de la representación sedente de un dios o diosa -quizás Inanna, pues sobre ella flotaba una estrellla de ocho puntas- en cuya túnica y sobre la superficie de su sitial lo que parecían motivos decorativos se revelaron, a través de la lupa, signos de escritura cuneiforme, pero de un tamaño que no permitían ser percibidos como tales a simple vista...

"Soy Shamhat, Suma Sacerdotisa de Inanna..."

...era la leyenda que figuraba en la túnica ritual de la deidad. Los dos a un tiempo levantaron la vista de la tablilla y se miraron con un gesto mitad asombrado, mitad interrogativo.



8
Tiempo de hallazgos

La noticia corrió como la pólvora. Se había hallado lo que parecía la primera inscripción hecha por una mujer en la historia de la lengua escrita; y, además, realizada con gran ingenio y pericia usando una tecnología, por el momento, desconocida. Algo extraordinario, habida cuenta de que todos los datos de que se disponía hasta la fecha hablaban de que la escritura estaba en manos de una selecta casta de escribas, invariablemente varones.
Este rumor -que la autoría de la Biografía de Shamhat fuese autógrafa; es decir, atribuida a manos de mujer- no tardó en desmentirse desde Bagdad, parece ser que siguiendo instrucciones directas de Londres que pedían más pruebas concluyentes de tal hecho. Hubo quien vio en ello más una decisión política que una exigencia científica; como si costase aceptar lo que a todas luces era ya incuestionable: la mujer, en todas las épocas, cuando ha tenido oportunidad de ello, ha dado muestras de un genio similar al del hombre, y lo ha demostrado.
Así pues, silenciado el rumor, Percival y Helen pudieron continuar su labor con más sosiego.

La tecnología empleada en escribir los textos en miniatura era otro misterio añadido al misterio ya existente sobre la autoría. En una época en que el poder convergente de una lente era desconocida y que aún habría que esperar al menos treinta siglos a la aparición de la piedra de lectura -ese objeto semiesférico de cristal de roca o de berilo que en el siglo IX dC, en el Al-Andalus omeya, el sabio humanista Ibn Farnás inventara-, solo cabía una explicación: o bien la existencia de un desarrollo científico en este campo, altamente improbable, en la Mesopotamia del siglo XXVIII aC, aún por descubrir; o bien, que el intercambio siempre presente con Egipto hubiese hecho posible que el conocimiento de éstos en la talla del cristal hubiera proporcionado la solución al enigma.
Sería otra línea de investigación abierta. Pero lo que verdaderamente les intrigaba y atraía su atención era el contenido de los textos, no el método de su realización.


La Autobiografía de Shamhat (ASh) estaba consignada en 10 tablillas. Tuvieron que emplearse a fondo para descifrar tan mínimos signos, ya que el tiempo hizo bien su labor de desgaste. Pero tras una semana de arduo trabajo exegético los lograron transcribir en su totalidad; ayudándose, cuando era imperativo, del sentido de las frases y de su intuición para completar las escasas zonas ilegibles.
Allí se daba cuenta de la descripción física de la hermosa Shamhat, de su función, de extraños y avanzados rituales de fecundación, de usos y costumbres de la época. Pero, sobre todo, se mencionaba el detalle que ambos -por motivos diferentes- esperaban encontrar: citando la Epopeya de Gilgamesh y ampliando una información que la tablilla XIII de ésta no ofrecía, en la parte donde se hacía mención al don de la diosa Ishtar al Rey de Uruk, Shamhat hablaba de una joya extraordinaria, precisando que... "Era un piedra traslúcida, bellísima, con mil caras que destellaban en mil colores diferentes y donde parecía residir la luz".

Percival estaba radiante, ya sabía qué era lo que buscaba; aunque aún albergase una cierta duda acerca de la existencia de ese "don de la Palabra", que parecía también existir. Pero, dado que en caso de que fuese cierta la existencia de tal don, éste, fuera el que fuese, se había ido a la tumba con Shamhat -como venía precisado en su autobiografía-; era más sencillo seguir la pista a un objeto material como "la joya donde parecía residir la luz". No cabía duda de que se trataba de una gema, pero, ¿Cuál? ¿De qué forma? ¿Cómo identificarla? ¿Se trataría de un rubí? ¿de un zafiro? ¿de una esmeralda? ¿quizás de un diamante? ¿o una suerte de piedra desconocida?.
El poder de seducción de lo exclusivo y maravilloso comenzaba a dejarse sentir. Si, además, a esto le añadimos la existencia de un sueño con carácter premonitorio, tendremos los ingredientes necesarios para el origen y desarrollo de una obsesión.
A Percy se le suscitaba un pequeño problema que inevitablemente abocaba a tres o cuatro interrogantes: ¿Debía hacer partícipe a la RGS de las intenciones de su búsqueda? ¿Si lo hacía, se avendría ésta a apoyarle en la misma? ¿Qué hacer si no lo hiciese?. Y otra más ¿Qué pasaría con Helen?

Juntos habían comentado el contenido de las tablillas: aquellos rituales de la fertilidad, aquel culto al amor y a la guerra que parecía vivirse con entera naturalidad, ese ensalzamiento a la amistad en las figuras de Gilgamesh y Enkidu, el contenido mágico que sobrevolaba por toda la narración... en fin, que en los días que siguieron al hallazgo de la Autobiografía de Shamhat, las horas pasadas juntos descifrando, compartiendo un mismo objetivo, participando de un similar entusiasmo, hizo nacer entre ellos una amistad algo más profunda que la habitual relación entre colegas. Y con esta amistad la mutua curiosidad por saber del otro. Pero mientras Percy hablaba de él mismo con fluidez, a veces casi torrencialmente, Helen se mostraba más celosa de su privacidad, no dando más que datos vagos a cerca de su vida, derivando las conversaciones hacia temas generales, ideales o de pensamiento, casi, casi, como si escondiese algo. Esa impresión, al menos, empezaba a tomar forma en la mente de Percy, aunque no le dio más importancia que la debida al natural recato -pensaba él- por el hecho de ser mujer, por muy liberal que fuese.

Una semana después de cumplida su misión referente a la confirmación del presumible primer texto escrito por una mujer, llegó un despacho para Percy procedente de Bagdad, de la sede central de la Royal Geographical Society. Le fue entregado, ya en Mosul, al atardecer, a su regreso de Nínive. Percival tomó un baño en su habitación, y una vez fresco, sentado en su sillón de orejas de cuero gastado, con un scotch en la mano, abrió el despacho y leyó: en él, tras felicitarle por su buen trabajo y la consecución de su objetivo, se le citaba en Bagdad, debiendo... "acudir aportando un informe personal acerca del descubrimiento y contenido del texto denominado Autobiografía de Shanhat, en el que ha de incluir sus conclusiones y sus propuestas de posibles actuaciones futuras". Junto a esta citación se añadía la orden de regreso a Bagdad, una vez finalizada su función como asistente, de Mrs Helen Robertson Hope. Al leer el segundo apellido, consignado por primera vez, Percy detuvo en seco el vaso de boca ancha y base gruesa y estrecha que estaba a punto de llevar a sus labios.


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9
Hope & Co

Era, Thomas Hope, un espíritu inconformista, y un raro caso de ambivalencia: en su persona confluyeron dos virtudes a priori antagónicas: capacidad y gusto artísticos y pragmatismo económico.
Nacido en 1769, en el seno de una familia de banqueros de ascendencia escocesa y holandesa, fue, desde su nacimiento como primogénito, un aspirante a banquero comercial, destinado a heredar dedicación y fortuna. Pero poseedor de un alma artística, alimentada por la influencia que sobre él ejerció poderosamente su madre, realizaría un amplio rodeo antes de aceptar su destino. Así, a los dieciocho años, dando la espalda a los negocios familiares, se zambulló de lleno en el estudio de las artes, especialmente arquitectura y escultura clásicas -afición que nutrió expresamente en una serie de viajes que le llevaron de Europa a Asia y de aquí a África.
Grecia, Roma, las culturas semíticas, el islam, el Imperio Otomano, fueron etapas de este periplo que, además, aprovechó como agente artístico de la compañía banquera transnacional familiar Hope & Co., adquiriendo obras de arte para engrosar la ya amplia colección que la familia poseía en Groenendaale Park, en Holanda. No se perdía así el práctico talante familiar, aún a pesar del excurso bohemio, sacando provecho incluso de una ocasión de aparente rebeldía. Cuestión de carácter.

La revolución francesa y la subsiguiente invasión de Holanda por los ejércitos galos hizo que la rama de la familia Hope, a la que Thomas pertenecía, se trasladase a Londres (muerto su padre, la madre, noble inglesa, prefirió la seguridad de la isla ante la inseguridad revolucionaria que entonces se vivía en el continente). Con ellos se trasladó la colección de arte. Eran los primeros años del siglo que recién comenzaba. Thomas volvió de sus tours artísticos, su especie de odisea estética, y sin dejar el mundo del arte, se hizo cargo de sus obligaciones para con los negocios de la familia, no sin antes escribir un libro: Anastasius, Memorias de un Griego, donde daba cuenta de sus experiencias viajeras. Esta obra, primeramente conocida solo en ambientes académicos, sería un año después traducida al francés y alemán con gran éxito; según los críticos, tanto por su estilo como por su valor literario podía considerarse un digno rival de la gran figura del romanticismo inglés, Lord Byron, y con él se lo comparó, no saliendo en el lance mal parado.
Fue Thomas, además de políglota, decorador de interiores y coleccionista de arte durante toda su vida. Casó felizmente con Louisa de Poer Beresford, con la que tuvo tres hijos, y se trasladó a vivir a Deepdene, en el condado de Surrey, donde ubicaría su residencia, su colección de arte y su centro de mecenazgo para artistas de su tiempo.
Un frío Febrero de 1831 Thomas Hope, el aventurero amante del arte, el responsable heredero de la fortuna familiar, el filósofo y decorador, el escritor ocasional, expiró.

Henry Thomas Hope, como hijo mayor del ambivalente Thomas, heredó, junto con la residencia de Deepdene, la mayor parte de la fortuna de su padre y la colección de arte de la familia. Así mismo heredaría de su progenitor la inclinación al arte, la filantropía y el coleccionismo.
Ocho años después que su padre, moría su tío Henry Philip, heredando de él ocho de las más valiosas gemas de su impresionante Colección Privada, entre ellas el que ya se conocía como diamante Hope, procedente del French Blue que Luis XV llevase en su Toison de Oro; y la exclusiva perla Hope, con forma de gota, una perla blanquísima y el especimen de agua salada más grande del mundo. Junto a estas riquezas Henry T. Hope también heredó la condición de albacea de su prima, quince años menor que él, hija bastarda que Henry Philip tendría con una de sus sirvientas -una bellísima galesa de porte aristocrático-, a la que reconoció y dio apellido, pero exonerándola de herencia alguna que no fuese una moderada renta vitalicia anual suficiente para subvenir holgadamente sus necesidades.

Henry T. Hope cumplió escrupulosamente con sus obligaciones y responsabilidades: tanto las referidas a los negocios y la herencia familiar como la contraída en su calidad de albacea. De las primeras no solo conservó sino que aumentó tanto el patrimonio como la colección de arte; llevándole su afán filantrópico a hacer pública exposición de su fondos y a prestar la colección de gemas para su exhibición en la Gran Exposición de Londres, de 1851, y en la Universal de Paris, de 1855.
En cuanto a la segunda responsabilidad, se hizo cargo de la educación de su joven prima, la trajo a vivir a su mansión y la trató en todo momento como a una más de la familia, apoyándola incluso cuando quiso ingresar en la universidad y estudiar Historia y Lenguas Semíticas, influida sin lugar a dudas por el aura que su tío Thomas le había comunicado en sus primeros años de vida: su vida juvenil de trotamundos, su amor al arte, su residencia durante un año en tierras otomanas, el personaje de su novela de viajes, Anastasius -trasunto de él mismo-, su fijación con las culturas de Mesopotamia -donde decían que estuvo una vez el Paraiso Terrenal... en fin, todos esos mundos fantásticos que calarían e impregnarían la mente y el corazón de aquella niña, de inteligencia despierta y resuelto pero dulce carácter, hasta generar en ella desde muy temprano su vocación artística y su atracción por la aventura.


Sir Henry T. Hope llegaría a ser miembro del Parlamento Británico, fundador de la Royal Botanic Society (un gran amante de la rosicultura, según decían) y Presidente de la Sociedad Arqueológica de Surrey, una especie de filial doméstica del Museo Británico, asociada a la Royal Geographical Society. Por si fuera poco, su mecenazgo no solo abarcaba las artes, sino que también sería un defensor de causas idealistas, siendo supporter de algunas sociedades y movimientos sociales y políticos como el de la Igualdad y la Juventud de Inglaterra o los Carlistas españoles.
Daría por finalizada su andadura mortal en el centro neurálgico de Londres, en Piccadilly, en 1862, rodeado de sus seres queridos y la gran satisfacción de haber cumplido una misión que el destino puso en sus manos, que muy pocos conocieron pero que tendría gran importancia para él y su familia.


Fin del Capítulo III


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