lunes, 25 de octubre de 2010

El Diamante de Mosul. V






12
Tiempo de Sorpresas

El sol estaba en su zenit y la escasa humedad procedente del río más que aliviar hacía que la sensación de calor fuese aún mayor. El zumbar ocasional de los moscardones y el estridor contínuo de las chicharras de ribera aportaban la banda sonora al canicular silencio del mediodía.
Bagdad tenía bien ganada su fama de urbe calurosa: sus veranos agobiantes -en los que se podían alcanzar fácilmente los 40º C, y aún los 50º-, la ausencia total de lluvias y, sobre todo, las frecuentes tormentas de arena que lo anegaban todo volviendo el aire irrespirable, hicieron que en su día los abasíes que la fundaron como capital del islam la abandonaran en favor de la más benigna Damasco. Fue el comienzo de su lenta decadencia. Aunque nunca perdiera el halo de embrujo y magia que en sus doscientos años de esplendor había ganado merecidamente, ahora parecía estar varada en un meandro del Tigris, pudriéndose lenta e inexorablemente, sometida al olvido y el malgobierno. No obstante, su situación privilegiada, encrucijada de caminos y paso obligado en la Ruta de la Seda, la seguían haciendo atractiva para los países con intereses geo-estratégicos en la zona de Oriente Medio, que es tanto como decir que Inglaterra, Francia, Alemania y la aspirante eterna a abrirse hacia el Mediterráneo, Rusia, tenían consulados o delegaciones consulares en la Ciudad Circular.


Una amplia estancia de techos altos ubicada en el ala norte del Palacete Residencial hacía las veces de refectorio. Se accedía a él desde el vestíbulo central por una doble arcada apuntada cuyas jambas estaban formadas por columnatas finamente labradas. En sus paredes se abrían ventanales de doble hoja que desde el suelo se alzaban hasta casi llegar al techo y que permitían: al Este divisar los ribazos del río; y de frente y al Oeste, las zona ajardinadas frente al edificio. De las paredes, aquí y allá desconchadas y cien veces repintadas de un invariable tono crema marfil, entre los vanos de los ventanales, colgaban tapices con motivos florales de colores suaves donde parecían predominar los ocres, el rojo y el verde, ya desvaídos por el calor, la humedad y el tiempo que llevaban colgados.
Suspendidas del techo, a modo de gigantescos abanicos rectangulares, tres planchas de anea oscilantes -accionadas mediante poleas por mozalbetes de mirada distraída- movían el aire dando la impresión de que allí el ambiente era más fresco; pero era solo una impresión, pues la realidad era tozuda y el sudor de los cuerpos calando las ropas demostraba que no era así.

Cuando Percy llegó al comedor no encontró allí a Helen. Pidió un refresco de té con bergamota y cogiendo uno de los diarios locales que se editaban en inglés se sentó en una de las mesas más alejadas de la entrada; desde allí dominaba con la vista todo el salón, podía contemplar la relajante imagen del río, y se libraba de sufrir las molestias del personal de servicio yendo y viniendo desde la cocina o la gran mesa auxiliar donde se exponían los platos fríos, las bebidas y las frutas.
Imbuido en sus propias cábalas se disponía a ojear distraídamente el periódico cuando se encontró en portada con una noticia destacada en grandes titulares: la tensión crecía en el área (Tierra Santa, precisaban) por las exigencias rusas demandando protección, a las autoridades turcas, de su comunidad ortodoxa de Jerusalén. En realidad, parecía ser -picado por la curiosidad y leyendo el fondo del reportaje- que las intenciones del Imperio Ruso nada tenían que ver con su exigua comunidad ortodoxa afincada en la Ciudad de las Tres Religiones, sino, antes bien, con sus pretensiones de abrir su territorio al Mediterráneo y controlar, así, una posibilidad ventajosa de comercio apoyada en una armada cada día más poderosa. Esto no era admisible por los gobiernos que tenían grandes intereses en la zona (Inglaterra y Francia), ni tampoco por una pujante Austria que intentaba detener la política de expansión territorial del Zar Nicolás I en Europa, y a la que no convenía un Mediterráneo controlado por los rusos, con el riesgo de verse, de esta forma, presionada por dos frentes. Así estaban las cosas, muy tensas. Se temía lo peor, pues parecía que Rusia ya había lanzado un ultimátum al Imperio Otomano de la Sublime Puerta (en esos momentos bastante menos sublime que en tiempos de Solimán el Magnífico).


Percy se quedó pensativo un momento, pero dándose cuenta de que el tiempo pasaba y de que Helen no aparecía, acabó por pedir el almuerzo: rosbiff con ensalada de anacardos y jugosos y afamados dátiles de la zona embebidos en leche fresca de camella con miel. Dio cuenta de él con rapidez y al salir se dirigió al vestíbulo donde preguntó a la recepcionista por Helen. Ésta le dijo que no sabía dónde estaba la señorita Robertson, pero que se había servido una comida privada, para cinco personas, en le sede de la Royal Geographical Society; estaba segura de ello, pues ella fue quien recibiera la comanda y quien confirmó su envío. Percy se quedó aún más confundido.
Subió a la habitación a recoger sus documentos. Según salía por el pasillo no pudo evitar tocar ligeramente con los nudillos en la puerta de Helen. Le contestó el silencio. Salió del Palacete y se dirigió con paso presuroso hacia donde un comité de la RGS le esperaba para escuchar su informe e inquietudes. La verdad es que su dossier era bastante preciso, incluso en sus propuestas de actuación futura, pero en cuanto a las inquietudes... Ahora comenzaba a sentir una que era de otra índole menos profesional, más confusa y desconcertante, más... digamos, sentimental. Sí, eso era, Helen iba y venía de su mente a su emoción sin poderlo evitar: se le imponía. "¡Vaya -pensó- esto es nuevo y ciertamente embarazoso!". Con este pensamiento ascendió los tres peldaños que conducían al porche por el que se accedía al interior de aquel majestuoso pero sobrio edificio donde esperaba encontrar respuesta a éstas íntimas cavilaciones.


Un asistente le acompañó a la sala del primer piso donde -le dijo- ya le esperaban, y le anunció. Percy, una vez dentro, se vio ante una mesa alargada que ocupaba el centro de la bien iluminada habitación, alrededor de la cual, en el extremo opuesto al que él ocupaba, se hallaban sentados cuatro hombres y una mujer.

-Pase, Mr. Hopkins. Tome asiento y póngase cómodo, está entre amigos. -le dijo William Marlborough, el Intendente de Archivo, al que ya conocía Percy-. Permita que le presente a Mr James Merryman, director de la Oficina de la RGS Meddle East; a Mr Patrick McCormick, Director de Zona del Museo Británico; y a Benjamin Fitzsimons, del Departamento de Estado y Delegado del Medio Oriente de los Servicios Secretos de Su Majestad; a Mrs Robertson-Hope ya la conoce: es nuestra intrépida y sagaz experta en lenguas semíticas; sé que se estará preguntando por su presencia en este lado de la mesa, y no ahí, a su lado, como colaboradora. Pero tenga paciencia. En su momento se le informará debidamente. Ahora escucharemos su informe y propuestas, como se le pedía en las instrucciones...



*



13
La Estela de Babilonia

Es probable que el fin esté cercano. Mi rey Nabonido se resiste a admitirlo, pero los astros han hablado con voz clara y fuerte, y en ellos escrito está; incluso en las hepatoscopías realizadas hallamos el mismo mensaje: se acerca el día en que las dinastías babilónicas se esparcirán como el polvo del desierto y de ellas no quedará más memoria que los anales escritos en el frágil barro, en la dura piedra y en el frío metal.
Quien ha de acabar con la hegemonía caldea vendrá en el carro de Shamash -del Este, por tanto-, y será un gran señor venido de los montes de Elam, domador de naciones y conquistador de imperios. Y aquí está ante nuestros muros, el rey de Anshan, el aqueménida Kurus, cumpliendo así el vaticinio escrito en las estrellas.
Los enviados a Egipto hace días que regresaron asegurando que el faraón vendría en nuestra ayuda. Pero los carros del Señor del Doble Cetro no han aparecido. La ciudad no podrá resistir mucho más. El asedio dura ya semanas y nuestras fuerzas se hallan al límite. Los medos están intentando desviar el río que nos protege con sus aguas, nutriendo el profundo foso que rodea la ciudad; si eso ocurre estaremos perdidos, y eso, inevitablemente, ocurrirá.


Mi señor Nabonido, no obstante, sigue confiado; dice que las estatuas de todos los dioses que están en nuestros templos, traídas de sus templos originales, le protegerán, protegerán a Babilonia de la destrucción; dice, en el delirio de grandeza que le gobierna desde que regresara del Oasis de Taima, que los dioses le han hablado en el desierto, ordenándole hiciese de ellos su ejército. Y así lo ha hecho: ha despojado todos los templos del Imperio para congregar aquí su ejército de estatuas. Yo, como astrónomo Real, debo de creer en los dioses y su poder, pero creo más en lo que dicen las estrellas... y en mi sentido común: aquéllas ya han hablado previniendo un desenlace fatal; mi sentido común me dice que las estatuas no lanzan flechas, ni empuñan espadas, ni construyen empalizadas, ni artilugios de guerra... Mi rey no sabe que esa misma acción impía de deífica rapiña es la que ha fraguado su desgracia. Los dioses no están contentos fuera de sus residencias. En Sippar, Ur, Uruk, los templos han sido desposeídos de sus deidades para colmar los espacios de los templos babilonios. Eso ha traído la desgracia al Imperio, que agoniza. El presagio definitivo ha tenido lugar: El Don de la Luz se ha oscurecido; la piedra translúcida donde habita la luz se ha vuelto negra como el carbón.

Mi nombre poco importa, pero lo consigno por si a alguien le fuese de utilidad para identificar esta crónica: Nergal-Usur, es como me llaman, y, ya lo he dicho, soy astrónomo del Real Consejo. A mis órdenes observan el cielo, miden trayectorias, trazan mapas estelares, nombran y renombran estrellas y constelaciones, calculan ciclos lunares, preveen eclipses, proyectan declinaciones planetarias,... y un sin fin de operaciones más que intentan desentrañar los misterios escondidos en el firmamento, para, así, conocer los designios de los dioses y el destino de los hombres, un grupo de sabios a quienes les apasiona tanto esta vida entregada a la ciencia como a mí.

Me enorgullezco de pertenecer a una estirpe que es la gloria del saber de los hombres. Mis ascendientes proceden de la antigua Ur, al sur de donde ahora me encuentro: la sin par Babilonia; a ellos les debo la pasión por saber y la voluntad por conocer. Un día llegará en que un saber mucho mayor, pero alzado sobre los fundamentos del nuestro, mirará hacia nosotros reconociendo el esfuerzo realizado, el conocimiento adquirido. Mucho de lo que ahora conocemos se olvidará, mucho quedará relegado por un saber más avanzado -como ha sucedido antes de ahora-, pero seguramente gran parte de lo que mi pueblo ha descubierto y revelado seguirá siendo útil a las generaciones futuras: los ciclos lunares de 29 días, las semanas de igual número de días que el número de los planetas conocidos, la división del día en 24 horas, el sistema sexadecimal que nos ha servido, tras innumerables observaciones, para medir el tiempo en fracciones de 60 -60 segundos: un minuto; sesenta minutos: una hora-, los grandes ciclos de 223 lunas en que la luna y la tierra ocupan la misma posición en sus órbitas lo que nos facilita la previsión de los eclipses, el elíptico camino de Shamash -el Dios Sol- por los campos de Anu -el Dios cielo- y su transcurso por las constelaciones a las que hemos puesto nombre según la figura animal a la que la disposición de sus estrellas nos recordara; además, hemos perfeccionado los sistemas de cultivo heredados de los sumerios, construído canales para el riego, controlado el laboreo en atención a la posición de los astros que llenan los campos de fértiles cosechas; la práctica precisa de la cirugía por nuestros médicos y el desarrollo de la farmacopea han aumentado la salud de nuestro pueblo; la industria del tinte y la perfumería es envidiada por los pueblos vecinos que demandan nuestras telas de vivos y estables colores y nuestras esencias evocadoras de ensueños... Todo esto y mucho más son logros que se nos deben. Somos, en fin, un pueblo de observadores pacientes, de mirada asombrada y curiosidad infinita.




Yo, Nergal-Usur, quizás sea el último de esa estirpe ligada a una dinastía, pero la estirpe de los ávidos de conocimiento seguirá después de mí. Conociendo como conozco, desde hace años, este augurado fin de un Imperio que ha asombrado al mundo, y que pasará ese cetro a otro que ya está llamando a las puertas, que, a su vez, lo pasará a otro y este a otro, y así hasta el final de los tiempos, he resuelto dejar testimonio de mis impresiones sobre un hecho al que no hallo explicación científica ninguna y que es de tradición muy antigua.
Cuando se me nombró Gran Astrónomo del Consejo, accedí al conocimiento de los secretos del Tesoro Oculto. Se llama así a los bienes acumulados en Sede Real procedentes de los tesoros depositados en los templos y reclamados por el Poder en los diversos gobiernos de las diversas épocas desde que allá en la lejana Uruk, hace más de dos mil años, el gran Gilgamesh diera prerrogativas al templo de Eanna para poseer un Tesoro propio del que había de hacer donación en una cantidad del diez por ciento a cada rey entronizado. A partir de aquel momento se siguió una tradición que ha durado hasta el día de hoy.
En este Tesoro Oculto he descubierto una joya que posee un poder inaudito. Se encontraba en un cofre de bronce, recubierto de finas planchas de oro ricamente grabado en la que aparecían entre otros motivos la estrella de ocho puntas, representativa de la diosa de dioses, Ishtar, y debajo de ella un objeto piramidal que despedía rayos como un sol. Dentro del cofre había una serie de tablillas pequeñas, en cada una de las cuales se consignaban nombres y hechos prodigiosos. No me está permitido revelar unos ni hablar de los otros, pero sí diré que allí se contaba la historia del objeto cristalino que reposaba en el fondo, envuelto en un rico paño de fina tela tejida con hilos de plata.

No podía creer lo que allí leí. Pero aseguro que todo lo consignado fue verídico, pues los hechos posteriores así lo han confirmado.
Mi contribución particular a este fenómeno inexplicable ha sido mandar grabar en piedra una estela con el itinerario de la joya desde que apareciera -legada por una Suma Sacerdotisa del templo de Eanna, en Uruk, de nombre Shamhat, en los tiempos en que reinaba Gilgamesh- hasta nuestros días.


Este itinerario viene señalado por los distintos reyes que en orden a su importancia han ido jalonando el devenir de nuestra cultura sumeria, acadia, asiria y caldea. Así, en la estela, vendrán representados: Gilgamesh, por ser el gran iniciador, poseedor del Misterio, al que se debe que la joya haya llegado a nuestros días; el Gran Sargón de Acad, rey de reyes, primer gran conquistador y creador de ciudades; el no menos grande Hammurabi, hombre sabio y prudente que dejó escrito en basalto un legado para la posteridad, un Código Legal que es una crónica legislativa de su reinado; la bella y única reina de toda la saga, Semiramis, a quien se debe el primer esplendor de la ciudad que nos acoge y desde la que escribo estos anales; el todopoderoso y cruel Senaquerib, refundador de Nínive y destructor de una indómita Babilonia; el clemente Asarhaddón que restituyó a Babilonia el esplendor destruido por su padre; el culto y magnánimo Asurbanipal, creador de la Gran Biblioteca y último gobernante asirio; el Nabucodonosor conquistador de Jerusalén y constructor de los Famosos Jardines, por donde a veces paseo y que son un paraíso en la Tierra; y, por fin, mi señor Nabonido, quien será el último gobernante caldeo porque así lo dicen las estrellas y el sentido común. Estos nueve hitos está representados en la estela traspasándose la joya de uno a otro.
Itinerario que acabará donde otro dará comienzo, pero ese será descrito por otros que habrán de venir después de mí. Yo, he cumplido con mi doble misión de científico y de transmisor del Misterio. La historia de El Don de la Luz quedará grabada en piedra por si del cofre desapareciesen las tablillas, mucho más frágiles. El poder inherente a la joya, aun siendo secreto, y no pudiendo revelarlo, sí diré que está descrito en una frase que aparece en la más antigua de las tablillas: "El poder de la luz que revela y desvela".
La estela está ubicada en el templo de Sippar, adosada al frontispicio de su entrada.
Estos anales que ya concluyo quedarán, así mismo, depositados en la Cámara del Tesoro Real.
Que los dioses Marduk e Ishtar guarden los destinos de los hombres sabios y les doten de sentido para que continúen la ingente labor de aportar conocimiento a sus culturas.

En el año 18 del reinado de mi señor Nabonido. Año en que Babilonia dejará de ser caldea para ser aqueménida.




14
Siguen las sorpresas

Percy, tomando asiento y sobreponiéndose a un estado de creciente perplejidad, se concentró en su informe donde daba cuenta detallada, meticulosa y cronológicamante de su trabajo en las excavaciones desde su llegada a Nínive: el hallazgo de las tablillas correspondientes a la Epopeya de Gilgamesh, y entre ellas la nº XIII donde se hablaba de un extraño "Don de la Luz que revela y desvela", su traducción e interpretación, el envío de las copias transcritas a la sede Central de la RGS, la llegada de Helen, el hallazgo de la autobiografía de Shamhat, las instrucciones para indagar sobre la autoría real de tal autobiografía y la tecnología empleada en ella, la confirmación del hallazgo, el silenciamiento posterior por parte de esta misma Central -aquí con carraspeo incluido-, ante el reconocimiento de un descubrimiento capital como era la primera prueba de escritura realizada por una mujer en la historia, y los envíos posteriores de las tablillas al archivo...
Una vez acabada la lectura del informe se dispuso a dar cuenta de sus propuestas, no sin antes alzar la vista esperando, quizás, alguna pregunta, precisión u observación. Por toda respuesta, la voz de William le animó a proseguir -mientras lanzaba una mirada furtiva a Helen, sentada frente a él, que le miraba sin furtivismo.
Percy bebió un sorbo de agua de un vaso que sobre un plato tenía cada uno de los presentes frente a sí. A pesar de que el sol comenzaba su lento declinar el calor era intenso y agobiante. Notaba cómo el sudor le caía por las axilas y periódicamente se pasaba un pañuelo por la cara con leves y discretos golpecitos. Se detuvo un instante con los ojos fijos en el texto, pero era notorio que no estaba leyendo. Levantó la mirada y les dijo,

-Discúlpenme pero lo que ahora les voy a leer corresponde a unos supuestos hechos hace cinco días, en Mosul. Desde entonces han ocurrido cosas que me obligan a prevenirles de que quizás deba modificar sobre la marcha algún extremo de lo que aquí refiero. -fue él, ahora, quien lanzó una mirada furtiva a Helen a pesar de que se había propuesto no hacerlo: los ojos de ella estaban fijos en él y le pareció detectar una leve sonrisa danzando en ellos-.


Percy estableció dos líneas diferentes de actuación: una era la conveniencia de seguir investigando sobre la autobiografía y cómo pudo realizarse sin la ayuda -¿o con ella?- de aparatos ópticos que hubieran permitido su escritura en miniatura; algo de extraordinario interés tanto si esa tecnología era propia o se debió a la interacción con Egipto u otra cultura poseedora de la misma. Para cubrir este campo solicitaba extremar la labor de reconocimiento de cuantas manifestaciones escritas, imágenes, estatuas, estelas o vestigios cualesquiera que pudiesen revelar la existencia de similares manifestaciones miniaturísticas.
La otra línea de actuación era sobre ese extraño Don de la Luz, que, como habían determinado, se trataba de una especie de gema; aunque no estaba clara su naturaleza, sí parecía tener una triple vinculación con: la luz, Ishtar, y la revelación o el desvelamiento de algo. Suficientes incógnitas como para no atraer la atención de quienes sienten la curiosidad innata del investigador empedernido, del buscador de tesoros -ya fuesen culturales-, del escudriñador en el pajar del tiempo de la aguja con que se teje la historia.


Él proponía comenzar a trabajar sobre catálogos, anales, y cualquier relación en que se diera cuenta de los tesoros existentes y motines obtenidos en las múltiples batallas y cambios de gobiernos desde los tiempos en que la gema apareció por primera vez hasta por lo menos la destrucción de la Gran Biblioteca de Asurbanipal, en el Palacio de Senaquerib.
Obviamente también se debería extremar la labor de reconocimiento e información que pudieran aportar los mismos tesoros o joyas descubiertos.
Estaba seguro de que la existencia de esta gema no era fortuita y que reportaría datos e interés que avalarían dedicar un equipo de investigación a seguirle la pista.
Proponía, así mismo, que este equipo estuviera dedicado de lleno a esta doble labor investigadora, pidiendo fuese relevado de las demás funciones y cometidos.
Consideraba aconsejable un primer plazo de seis meses para encontrar indicios que cimentasen la utilidad de esta dedicación.
Una relación directa y fluida con el Museo Británico, habida cuenta que realizaba excavaciones por toda la zona del Creciente Fértil, era más que aconsejable, necesaria. -apuntando que le satisfacía comprobar cómo en esto había coincidido con su jefes, al estar presente un alto representante de aquella institución en este Comité.
Proponía, que el equipo estuviese formado por él mismo y Mr Helen Robertson Hope -y al decir esto levantó la mirada para mirar primero a Helen y después al Director Merryman; la vista se paseó, posteriormente por los demás miembros del Comité, hasta finalizar en William.

-Claro que este extremo no sé hasta qué punto puede ser factible, dado que esperaba tener a mi lado a Mrs Robertson, pero me encuentro con que la tengo frente a mí y no sé en calidad de qué. -al decir esto, se mordió la lengua, pero no pudo evitarlo; las palabras, sino de reproche, sí de perplejidad y confianza, hasta cierto punto, traicionada, salieron de su boca sin control y sin pensar en las consecuencias-.
-Sé que le debemos una explicación, Mr Hopkins. -habló el director Merryman, al tiempo que esbozaba una franca sonrisa. Su voz sonaba suave y tranquila; parecía medir las palabras antes de expresarlas-. No se preocupe que la recibirá... a su tiempo. Tengo una gran responsabilidad dirigiendo las excavaciones en una zona tan conflictiva, y más en estos momentos en que parece oírse un creciente ruido de sables. No importa cuan alejados estemos de las cuestiones políticas, nosotros, las instituciones nacionales, siempre estaremos sometidos a las vicisitudes que sufran nuestros gobiernos. El Dr Marlborough tendrá ahora la gentileza de explicarle qué es lo que hace Uvd aquí y para qué le hemos llamado. -al acabar de hablar, sus ojos se volvieron hacia William que con un leve gesto asintió.


-Mi querido Mr Hopkins, es Uvd un hombre de carácter, eso salta a la vista, y para este cometido se necesitan personas de carácter. Queríamos estar seguros, antes de revelarle más detalles, que era Uvd el hombre capaz de llevar esta misión adelante. Y creemos que es así. -su mirada se dirigió a los demás miembros del Comité buscando confirmación-. Quizás se trate solo de un pálpito, pero es un pálpito que ha suscitado el vivo interés del Ministerio del Interior. Comenzaré por el final: hace dos meses (es decir más de un mes antes de su llegada) se encontró, en las excavaciones que el Museo Británico realiza en lo que se cree el emplazamiento de la Babilonia caldea antes de ser conquistada por los medos al mando del gran Ciro, una estela en la que parece contarse linealmente una secuencia de hechos con un único protagonista: un objeto piramidal del cual salen rayos a modo de foco emisor que se repite nueve veces en la mano derecha de nueve personajes, como si se hubiese transmitido de uno a otro; cada personaje aparece identificado: todos ellos son grandes reyes habidos en las diferentes civilizaciones hegemónicas de Mesopotamia; el primero es Gilgamesh y el último un tal Nabonido, a la sazón último rey de Babilonia antes de ser tomada por Ciro el Grande, quien también aparece en la escena sobre un carro de guerra enfrentado a todos los demás. Sobre cada pirámide radiante hay una estrella de ocho puntas (como sabrá, representación del planeta Venus y de la diosa Ishtar). Como un firmamento, en la parte alta de la estela, figura, con una precisión increíble, un calendario lunar, la elíptica del sol cruzando las constelaciones del zodiaco, y la Tierra, el sol, la luna y los planetas entonces conocidos, con sus órbitas correspondientes -en este momento se echó hacia atrás y dibujó una especie de rótulo en el aire- Una leyenda en escritura cuneiforme sumeria está inscrita en la parte central, entre los planetas Venus y Marte: "El poder de la luz que revela y desvela". -y, sonriendo, añadió- ¿Le suena de algo, verdad?

Se hizo el silencio. Un moscardón pasó entre las cabezas silenciosas llenando el ambiente con su grave zumbido. Los cinco miembros del comité miraban a Percy, que a su vez les miraba a ellos. Pensó que esto era algo más importante que una simple búsqueda de objetos arqueológicos, que allí había algo que no alcanzaba aún a comprender pero que, estaba seguro, sería un punto de inflexión inesperado en su vida. Una especie de excitación que no había sentido nunca comenzó a adueñarse de su ánimo, aunque se cuidó muy mucho de que no aflorase.
Lo que más le intrigaba, no obstante, era el papel que Helen jugaría en todo esto...

Fin del Capítulo V


***