sábado, 31 de diciembre de 2011

La Misión




LA MISIÓN

Hasta donde le alcanzaba la memoria -aquellas primeras imágenes difusas que con el paso del tiempo se van modificando, enriqueciendo, y orientando según la necesidad psíquica de cada cual-, siempre tuvo clara su actitud ante la vida: primero, como una fuerte impresión de perfiles distorsionados, como una gran mancha negra sobre el papel en blanco de su futuro que en sus límites se perdía en un marasmo de grises; silueta que después, poco a poco, a medida que crecía, se fue enfocando y haciendo más nítida, hasta aparecer con total claridad: había nacido para cumplir una misión. Todo en su vida giraba en torno a esta certidumbre, solo faltaba descubrir la entidad de esa misión.

De naturaleza tendente a lo fantástico e imaginativo, pasaba las horas pergeñando y desarrollando aventuras en las que enfrentaba procelosos mares, sórdidos desiertos, inhóspitas cumbres, sombríos abismos... Cuando tenía a mano soldaditos de plomo, o figuritas de cerámica o plástico representativas de famosos héroes, jugaba horas y horas recreando las tareas de aquellos héroes, las batallas de aquellos valerosos soldados; y cuando no, salía a los taludes de la vía del tren, a los campos en barbecho aledaños, donde abundaban las piedras de tamaño apropiado, los cantos rodados, las planchas de yeso desechadas, los ladrillos rotos, y con ellos, debidamente elegidos, preparaba ingentes ejércitos que representaban todos aquellos hechos recién aprendidos en los libros de historia: tan pronto era el Gran Alejandro guiando a sus macedonios por toda Asia, derrotando al fabuloso ejército persa en singular combate en el campo de batalla, o a los indómitos bactrianos o gedrosios en guerras de guerrillas, o al gigante Poro en las orillas de Ganges; tan pronto encarnaba a Julio César sometiendo la Galia y a las tribus germánicas, o pasando el Rubicón a lomos de su Alea jacta est para adueñarse de Roma y, con ella, del senado y el Imperio; o concitaba hordas crecientes de rebeldes oprimidos en torno de aquella figura que tanto le atraía, aquel hombre que fuera capaz de rebelarse contra su destino y poner en jaque al mayor Imperio conocido, el tracio Espartaco, con su voluntaria gleba de gladiadores y esclavos; o se veía en la piel del intrépido Aníbal, el cartaginés, quien, pasando por la hispánicas tierras, acosara, y casi lograra derrotar, a los invencibles romanos, afrontando retos increíbles, y cruzando las elevadas puertas de los Alpes con su tropa de elefantes africanos; o aquel guerrero más cercano, Campeador de luengas barbas y fuerte brazo, apodado por sus mismos adversarios El Cid, invencible aun después de muerto... Proezas, en fin, multitud de proezas sembradas en su imaginativa mente por la historia y los maestros encargados de transmitirla. Eso era el hombre, pensaba, a eso está llamado; luego él debía realizar algo así. No consideraba otro cometido en su vida que no fuera la proeza, y, para ello, necesitaba una misión.

Su mente infantil, no obstante, con todos esos juegos y representaciones, iba conformando su carácter. Su familia ayudaba no poco a ese fin. Los relatos de su padre, soldado en la pasada Guerra Civil, no hacían sino corroborar las peripecias de aquellos héroes transmitidos por la historia. Y estas aventuras tenían, además, el aval de la figura paterna: le llegaban de primera mano, no por medio de letra impresa y más o menos acertadas representaciones ilustradas.
¿Su misión estaría asociada a algún hecho bélico? ¿A alguna vicisitud viajera? ¿Una de esas situaciones límites en que se demanda lo mejor que el ser humano puede dar? Estaba deseoso de encontrar esa su misión, pero, mientras tanto, no cejaba de buscarla por medio de su fantasía.
Le atraían mucho esas figuras ambivalentes que lo mismo son capaces de manejar la espada que la pluma, el puño que la yema de los dedos. Cuando entró en esa edad en que las hormonas indican ya una preferencia en la orientación de los objetivos sensuales, la edad en que parece que todo el cuerpo entrara en erupción, añadió otra característica más a la misión pretendida: el amor debía jugar un papel predominante, ya fuera en positivo o en negativo; pues al tiempo que descubría su sexualidad y la pasión amorosa, comenzó a saber lo que era la renuncia, el enorme caudal de energía que genera renunciar al amor que quema, esa fabulosa hoguera que surgiendo en el pecho se propaga por vientre y cerebro y que, siendo imposible de apagar, ha de ser derivada hacia otro objetivo de semejante intensidad. Creyó que quizás una de esas renuncias podían ser el leiv motiv que disparara su vida hacia la misión para la que había nacido.

Fue así cómo, a medida que crecía y maduraba, tanteando opciones, buscando infatigablemente, no acababa de hallar la misión para la que su alma estaba llamada, aquella que justificara su vida. Sí sentía la responsabilidad del deber, de los pequeños retos cotidianos, del valor del compromiso; pero todo ello no era, no lo consideraba, sino un mero entrenamiento para lo que estaba por llegar: SU MISIÓN, la que daría sentido a su vida, la que se justificara su razón de ser.
Siguió leyendo, alimentando su imaginación con multitud de historias, ahora ya no expresamente bélicas, mas siempre ligadas a los demás, a la resolución de conflictos, para las que se exigía la capacidad de un verdadero héroe. También se dio cuenta, en este su camino hacia la madurez, que la misión, cuando se presentara, la reconocería de inmediato, y cada vez estaba más convencido de que no sería una de esas gestas que se publicitan a los cuatro vientos, sino que sería algo más anónimo, más austero, aunque implicara a muchos. Descubrió que la importancia de la misión, la suya, la única, para la que había nacido, sería una importancia que se agotaría en su propio valor; es decir, debía ser importante, sobre todo, para él mismo. No le inquietaba la publicidad, el reconocimiento, los laureles. Sí, estaban bien, eran agradables, pero, a sus ojos, devaluaban el valor del gesto. Decididamente, debía ser una misión secreta, y hasta casi desapercibida; imaginaba el ideal de su misión como asociada a otro, sobre el cual recayeran las loas y parabienes, mientras él, desde la distancia y el anonimato, miraría de reojo, con una sonrisa satisfecha, sabiéndose a sí mismo como el héroe ignorado por todos, el verdadero héroe, ese que solo Dios reconocería como tal, y por tanto solo celebrado por la armonía de las esferas.

La realidad era que vivía como de prestado. No consideraba nada suyo, todo lo que llegó a poseer o utilizar, lo hizo más con la sensación de usufructuario que como propietario. Le gustaba decir que solo la vida pertenece a la vida, que el hombre nada posee, puesto que nada es, sino polvo consciente, mero sueño vigilante y efímero de lo que acaece. Le gustaba denominarse El Impostor, pues hasta que no llegara esa su querida misión todo le parecía una impostura, incluso sus propias posiciones socio-políticas en las discusiones donde defendía una actitud solidaria con el ser humano, en el polo opuesto tanto del comunismo autoritariamente igualador como del fascismo exacerbadamente individualista, ambos de perfil enajenador. Impostor porque no lograba tener esa conciencia vital que todo el mundo a su alrededor tenía, esa seriedad ante la vida, ese creerse las cosas que se hacen en pro de un porvenir, esa importancia dada a la lucha por lo necesario; para él todo eso era ajeno, algo que no sentía, y de lo que no tenía ninguna necesidad.
Amaba, amaba con todo su ser; le dolían hasta las pestañas cuando amaba, gozaba hasta el éxtasis solo con una mirada del ser amado. Se sentía en comunión con la naturaleza, en esto, muy cercano al Hermano de Asís, pero, a la vez, incapaz de vivir una existencia bucólica sometida a los rigores de un campo que se suele mostrar adverso y del que solo con esfuerzo se obtienen sus frutos. Coqueteó con los círculos ecologistas, pero parecían alejarle de la sustancia decadente, cultivada y, a sus ojos, atractiva de una sociedad urbana en la que crecían, feraces, las plantas más hermosas de la imaginación.
Cuando murieron sus padres (sus héroes de andar por casa), él, no tuvo un comportamiento nada ejemplar (rehuyó el óbito de ambos); no era esa su misión. Sí estuvo presente en la de su hermano mayor (su héroe de referencia en esta vida), rastrera y a traición, y al sentirse partícipe de ese momento en que la guadaña siega una vida, una vida que se ama y se admira, mirando cara a cara a quien ha de arrebatarte de los brazos una parte importante de tus sueños, el anhelo de encontrar la misión se acentuó, se exacerbó; como si sintiera que la vida transcurría y no había hecho aún nada que ante sus ojos mereciera la pena.

Tras muchos intentos y peripecias, agotando posibilidades y cosechando fracasos (para él lo eran, aunque tuviera el reconocimiento de los demás), una certidumbre comenzó a vibrar en su interior. Era algo, primero, como el ronroneo de un gato que apacible dormita en el regazo; después, fue creciendo, haciéndose insistente ruido de fondo, como un motor al ralentí instalado en el pecho... Y siguió creciendo, y creciendo, hasta hacerse ensordecedor. ¿Sería la MISIÓN que anunciaba así su venida? Llegó a no poder dormir por las noches; le resultaba imposible conciliar el sueño debido al fragor que desde el pecho ascendía y rebotaba en los estrechos límites de su cráneo. A todo esto, cada vez se alejaba más de la gente, no encontraba en ella aliciente ni motivación. No creía ver en sus congéneres vivos -sí en los muertos, aquellos a los que seguía leyendo- una escala por la que alcanzar esa su misión que se anunciaba ya con el estruendo del terremoto...
Una madrugada vio la luz. El ruido cesó de improviso, y pudo dormir. Al despertar de aquel sueño sin sueños, tuvo la certeza de que por fin había descubierto su misión, aquella por la que suspiraba desde pequeño, la que justificaba toda su vida, para la que se había entrenado, endurecido, preparado... ¡Al fin!
Lo vio más claro de lo que nunca antes hubiera visto nada, lo sintió más profundamente de lo que nunca antes nada sintiera. A sus cincuenta y seis años había conseguido su objetivo: descubrir la misión que le reconciliaría con su conciencia de ser vivo, aquello gracias a lo cual podía sentirse verdaderamente útil. La afrontó con decisión y entereza, con la lucidez propia de un iluminado, con la convicción de quien sabe, por fin, cuál es el camino a seguir...

Lo encontraron sobre la cama, con el rictus de una beatífica sonrisa en su cara y un revólver a medio empuñar en su mano derecha reposando inerme a su costado. Aparentemente parecía dormir. Solo una discreta mancha oscura a la altura del corazón, trasudando el suéter granate, delataba que su sueño era, con toda seguridad, ya eterno.

Fin



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