jueves, 29 de diciembre de 2011

Lilith





Relámpagos de risas carmesíes
Ha aprendido la rama a cimbrearse con su talle,
e implora la gacela la gracia de su cuello;
joven de ojos de hurí que muestra, al sonreír,
el brillo del relámpago entre ascuas y granizo.
Abu Tammam ibn Rabah de Calatrava

Así era Lilith: tal como describe Abu Tammam a su hurí. Si sentada era hermosa, representación ideal de la hermosura era caminando. Cuando la vi salir a la calle, con la melena ya suelta cayéndole a ambos lados, sobre los hombros, en largos mechones ligeramente rizados, con ese su andar seguro de sí mismo, elástico, casi felino, con su radiante sonrisa en movimiento dibujando auras cóncavas en el espacio, con sus enormes ojos verdes ya universos en expansión, ya agujeros negros que atraían irremisiblemente todas las miradas... Parpadeé por cerciorarme de que lo que me estaba pasando no era un sueño...
El "¿vamos?" que me espetó cuando estuvo a mi altura me devolvió a la realidad... soñada. Sí, estaba pasando. Aquella mujer que decía llamarse Lilith caminaba animadamente a mi lado, y, al hacerlo, yo no dejaba de tener la extraña sensación de ser una víctima sacrificial. Mas una víctima entusiasta que enfila el ara del sacrificio con la convicción de que allí -en el altar donde tendrá lugar el rito- se ha de realizar la ofrenda ansiada que liberará al alma de sus ataduras.
Mientras nos dirigíamos a una taberna de comidas caseras distante apenas media manzana, íbamos charlando de cosas intrascendentes, midiendo las distancias, tanteándonos, lanzando cabos o dejando puntadas sueltas que el otro se apresuraba a hilvanar, o simplemente sobrenadándonos, dejándonos mecer por el suave oleaje de las palabras del otro; yo notaba su fuerza, su energía, su magnetismo, vibrando a mi lado, transpirando, invisible, de su espléndido cuerpo (algo parecido a lo que se siente cuando se monta un brioso pero contenido caballo y que llega a erizarnos el vello). Era una sensación poderosa que mi alma sensible percibía como si de una marea se tratase, penetrando estuario arriba hacia las fuentes de donde brota el sentimiento.
Hablamos de su trabajo, ese custodiar universos imaginativos, ese dispensar cápsulas contra el tedio, esa función de celoso y eficiente guardián del saber. Ella reía, ahora ya abiertamente, con gran naturalidad, y, al hacerlo, formaba un maelstrom a su alrededor: allá dónde llegaba el sonido cristalino y liberador de su expresión risueña provocaba un similar efecto reflejo. Decir que yo caminaba sobre nubes sería demasiado tópico, más preciso y adecuado a mi sentir sería decir que me desplazaba como inmerso en una nebulosa, una de esas formaciones multicolores que pueblan el universo dotándolo de belleza y misterio. Pues a pesar del feliz anonadamiento que me envolvía no dejaba de experimentar algo misterioso en ella, algo ligeramente inquietante, algo dotado de la entidad de lo arcano. Podría afirmar que en la exultante naturalidad voluptuosa con que se movía aquella atractiva mujer resonaba, aún nítido, el eco de lo primordial...

El local estaba casi lleno, y no tardaría en estar atestado. Por suerte aún quedaban un par de mesas libres. Era uno de esos lugares tipo bistró en que se suele servir un único más que bien resuelto menú del día -habitualmente guisos de cuchara-, completando su oferta con una docena de propuestas selectas para los más caprichosos; una corta pero igualmente apropiada carta de vinos cerraba una oferta, si sencilla, realmente apetitosa. A la entrada también disponía de una barra donde tapear de manera informal diversas preparaciones tradicionales con un toque moderno en el acabado y la presentación, así, a la suculenta tortilla de patatas -justa en el punto de cocción- la acompañaban unas lascas casi gaseosas de jamón ibérico recién cortado, a las láminas de bacalao al pil-pil sobre tosta de pan de pueblo se le añadía un fino granizo de torreznillos -apenas más grandes que granos de arroz- de cerdo igualmente ibérico, y a  unas generosas rebanadas de pan tostado napadas con confitura de tomate casera y aceite de oliva virgen se les cubría con una delicada loncha de un jamón de bellota de cosecha propia.
Estratégicamente ubicado, Pantagruel, concitaba una pléyade de trabajadores institucionales y profesionales liberales a la hora de la comida, a los que se añadía todo tipo de gente bohemia y aspecto chic, por la noche.
Era jueves, tocaba cocido madrileño que se servía con moderación y diligencia, apenas dos vuelcos: un plato hondo con la sopa de fideo del nº 1, y una bandeja alargada con la berza, los tiernos garbanzos y el compongo; de postre: natillas vaporosas sobre las que flotaba un tenue bizcocho de soletilla. El vino de la casa, que se servía en jarritas de barro de media pinta -para dos-, era un tinto tipo cosechero fresco y ligero, pero rico y aromático.
Alguien podría decir que esto no es una comida de mediodía que permita con eficacia proseguir el trabajo por la tarde, pero aseguro que ello es posible, y aún más: es preceptivo; pues uno se levanta de la mesa con la sensación de poder acometer los doce trabajos de Hércules, si fuera preciso.

Sentados uno frente a otro, no semejábamos sino dos mares enfrentados, oleaje contra oleaje, espuma contra espuma, corriente contra corriente, o vientos que soplando en sentidos opuestos luchan y se interpenetran, ora como suaves brisas, ora como tempestuosos vendavales. Así, las palabras, las  miradas, los gestos, iban y venían, de ella hacia mí, de mí hacia ella; y con las palabras, las miradas y los gestos, un universo oculto, invisible, emboscado, latiendo con la fuerza de un pulsar cósmico, o un más prosaico corazón desbocado. Yo lo sentía, y, con toda seguridad, ella también. Hablamos de libros, de fantasía, de magia, de realidades maravillosas, y de esa otra realidad sórdida que, como una sombra, siempre está ominosamente al lado de aquéllas. Indefectiblemente, la conversación, tras multitud de meandros necesarios que propiciaban el mutuo conocimiento, abocó en el tema: acabamos zambulléndonos en el mito que contenía su nombre: Lilith. Cada vez que ella -o yo- lo pronunciaba, parecíansele abrir más los ojos y estirarse verticalmente su negra pupila. Quizás no fuera sino la imaginación cosida a la evocación, pero juro por lo más sagrado en lo que creo -mi propia alma- que me pareció percibir a veces cómo esa mirada se clavaba en mí como lo harían dos afiladísimos colmillos, inoculándome una telepática sustancia hipnótica. Tal me hacía sentir en algunas fases de nuestro diálogo, de nuestro intercambio, de nuestra relación. Decididamente acabé, hacia los postres, por llegar a sentir cómo se estrechaban sus anillos alrededor de mí, cómo se adueñaba de mi conciencia, de mi interés, de mi voluntad. A cada respiración mía, a cada latido, notaba la mareante presión de su abrazo; delicado, pero firme; voluptuoso, pero inmovilizante.

Hablamos de las representaciones iconográficas que a lo largo de la historia ha sugerido el misterio que rodea el mito de Lilith, desde las hieráticas de los sumerios (representando a Lilitu, o Inanna, que después daría lugar a Ishtar y Astarté, diosa de la guerra y del amor), pasando por las más cercanas, relacionadas y derivadas de la tradición genésica de los relatos bíblicos (en que se la asocia con la serpiente, o, incluso, con una especie de Leviatán, cola y garras de dragón, que sería quien indujera al primer hombre a rebelarse contra dios), hasta esas representaciones llenas de sugerente erotismo en las que se representa una especie de súcubo irresistiblemente bello, con el que todo hombre que se precie le gustaría yacer -aun a costa de perder su alma. La bellísima versión de Collier, la más fría de Dante Rosetti, la bíblica de Miguel Ángel, y, sobre todo, las seductoras y lascivas de Von Stuck, todas ellas tan irremisiblemente atractivas que uno da gracias a la vida por no encontrarse con una cara a cara... Cuando le hacía esta observación -sobre lo irracional y fantástico de estas representaciones artísticas-, sus labios se estiraron levemente, las narinas se le dilataron, y puedo asegurar que de sus ojos saltó un destello; no fue un reflejo, no un visaje de la luz, nada de eso: había saltado un destello, como una chispa desde el centro de su negra pupila, que por momentos tomaba la forma de un ojal vertical. Tan cierto es esto que digo como que tuve que parpadear de forma refleja para evitar que aquella chispa colisionara con mis ojos.
Después rió, rió fuerte y claro, como no lo había hecho antes. Más que una risa natural, era una risa primordial que surgiera del núcleo mismo del origen de la risa. Al tiempo que las carcajadas resonaban propalándose por el local, las lágrimas caían por sus mejillas, con una mano se cogía el vientre y con la otra esbozaba un leve gesto de espera. Mi perplejidad en ese momento era gemela de mi estupefacción.

Cuando ya pudo hablar, pidiéndome disculpas, se levantó para ir al baño. Yo aproveché para determinar si debía seguir adelante o... salir corriendo. La observé mientras cimbreaba su silueta camino de los aseos. ¡Dios Santo! Realmente tenía un cuerpo de esos que dicen de pecado. Se me vinieron a la cabeza todas aquellas imágenes de Collier, sí, pero sobre todo de Von Stuck. Aquellas voluminosas serpientes ciñendo los hermosos y blancos cuerpos, siendo uno con ellos, como una segunda naturaleza que el talento del artista desdoblara del único cuerpo original. Me sentía clavado al asiento. No pude ni mover las piernas. Solo aquellas imágenes latiéndome en el vientre. Sus ojos, su boca, su voz siseante por momentos, aquella sutil verticalización de las pupilas (¿serían invenciones de mi imaginación?), aquella sensación de cálida opresión de la que no podía escapar, que asfixiaba mi respiración (¿todo imaginaciones mías?).
Ya no había remedio. Aquí estaba de vuelta, y traía una sonrisa extraña -aún más extraña-; no era pícara ni maliciosa, ni lasciva ni salaz, pero era todas ellas juntas. Comprendí su significación cuando dijo,
-Ya está. Ya he arreglado mi indisposición para esta tarde -su voz sonaba casi divertida, pero segura.
-¿Cómo? -contesté yo con un ligero temblor en la voz. Mis piernas también temblaban.
-Acabo de llamar a la biblioteca para comunicarles que esta tarde no iré al trabajo. Una leve indisposición propia de toda mujer que ha de afrontar mensualmente la ley de la naturaleza, mientras esté en periodo fértil. Tenemos todo lo que queda del día para nosotros...
¡Glup! Pensé para mí. Esta mujer va en serio. Me pellizqué sin que se diera cuenta, por comprobar una vez más que lo que acontecía era de verdad. Me hice daño. Sí era de verdad.
-Me dejas totalmente sorprendido. No esperaba... vamos, quiero decir, que... que no creía que...
-Ya ya -contestó ella ahora abiertamente divertida y pícara- ¿No me resultarás ahora uno de esos pseudo intelectuales que salen corriendo cuando la mujer que ansían, a la que dedican páginas y páginas llenas de ensoñaciones y especulaciones, se planta ante ellos, verdad?
Me callé la respuesta directa que pugnaba por hacerse manifiesta. Por un lado, algo en mí hubiera querido chascar los dedos y aparecer a mil millas de allí -y de ella, claro; por otro, mi innato, aunque tímido, sentido de la aventura y el riesgo, del reto ante lo desconocido, me hizo guardar silencio, mientras con mi sonrisa asentía.
-Tengo en casa (a diez minutos de aquí) una espléndida biblioteca familiar en la que destaca, entre otras, la colección completa de La Biblioteca de Babel en su primera edición; los treinta y un autores que Borges eligiera, más los dos volúmenes que hacen las veces de presentación e índice. Podemos echarla una ojeada y quién sabe, a lo mejor se nos ocurre alguna otra cosa...
-¿Cómo por ejemplo descubrir qué tienes tú realmente de Lilith? -contesté yo, totalmente lanzado ya por un tobogán que aquella misteriosa mujer había colocado ante mí.
Me miró fijamente con los ojos más seductores que jamás he vuelto a ver, y sonrió, solo sonrió; y por primera vez me pareció detectar en esa sonrisa, además de alborozo, picardía o malicia, un deje de ternura.
Salimos de Pantagruel en busca de mi destino, fuera el que fuese.


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ICONOGRAFÍA

El Círculo Mágico - J.W. Waterhouse
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Lilith - Dante Gabriel Rosetti
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Lilith -  John Collier
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Sphinx - Franz von Stuck
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Sin - Franz von Stuck
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Sensuality (3) - Franz von Stuck
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Sensuality (2) - Franz von Stuck
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Sensuality (1)- Franz Von Stuck
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Lilith, Adán y Eva. Capilla Sixtina - Miguel Ángel Buonarrotti
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The Nude Snake Charmer (La charmeuse de serpents). Paul Desire Trouillebert
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The Man, the Woman and the Serpent - John Liston Byam Shaw

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