jueves, 26 de enero de 2012

El enviado (2)






Si hubiera que destacar algo de su apariencia, era que no había en ella nada destacable, ningún rasgo sobresaliente, ningún atributo especialmente reseñable; la pesadilla, en fin, de un caricaturista. No era alto para un boreal, como tampoco un meridional lo consideraría bajo. Ni excesivamente corpulento, ni magro en demasía; estaba tan lejos de ser atlético como de serlo obeso. Quizás la hermosura no había sido pródiga con él, pero tampoco la fealdad lo había estigmatizado. No había nada en su andar que hiciera volver la vista a su paso, tampoco su presencia llamaba la atención: podría mimetizarse fácilmente entre la multitud sin proponérselo, pasar absolutamente desapercibido, a menos que fuera descubierto, precisamente, por la absoluta e inquietante ausencia de rasgos característicos. Solo cuando, ya de cerca, uno contemplaba sus ojos azul-verdosos se daba cuenta de que estaba ante alguien peculiar; sobre todo si la luz -fuere del sol, de una llama o artificial- incidía en un determinado ángulo sobre ellos, entonces podía detectarse aquel inconfundible brillo opalescente que hacía imposible definir su color, pues los reflejaba todos (como si el iris lo fuere de verdad: un magma dinámico en el que parecía flotar toda la paleta cromática del espectro luminoso, como si el mismo espíritu del color tuviera su sede allí adentro). Habría que oírle hablar para detectar la otra cualidad que le hacía diferente, no se trataba de una tipicidad de pronunciación, ni de ritmo; nada que tuviera que ver con el diferente empleo del aparato fonador que hace que para un portugués, por ejemplo, sea más sencilla la pronunciación del idioma inglés que para un español. La suya era una característica más definitiva; no de aparato, no de función, sino de entidad. Hablaba como si sus palabras llegaran resonando, como un eco, desde un origen profundo e ignoto. Oírle hablar era como estar presente en Delfos o en Dodona. ¿Me atreveré a decirlo?: era, la suya, una voz oracular. 
Cuando ascendió los tres magníficos escalones tallados en aquel granítico cuarzo que afloraba por todos lados, y que lo llevaron hasta el porche del Círculo Creativo, se encontró que junto a la puerta, ya abierta, alguien le esperaba con una luminosa sonrisa. Estrechó la mano que se le tendía al tiempo que se presentaba.
-Silvio es mi nombre -dijo el forastero, sonriendo a su vez.
-Dióclito. Sea bienvenido -contestó el hombre de la sonrisa luminosa, intentando fingir no sentirse ligeramente impresionado por aquella extraña voz. Haciéndose a un lado, le invitó a entrar.

Olía a madera nueva. Un olor balsámico y complejo, intenso sin ser punzante, como el de un perfume elaborado a base de resinas maduras y especias frescas. Silvio notó cómo se le expandían los pulmones, cómo sus bronquiolos parecían dilatarse infinitamente al contacto con aquel aire cargado de aromas. Se encontraba en una gran sala de techos altos, muy luminosa, extrañamente luminosa, una luminosidad extraordinariamente diáfana y blanca procedente del sol que entraba a raudales a través de los grandes ventanales orientados al Sur. Más tarde le sería revelado que aquella mágica luz era producto del tamizado al que sometían a los rayos solares los finos cristales de cuarzo que, a modo de vidrio, estaban colocados en las ventanas. Era como si el poder refractivo del cuarzo librara de impurezas atmósféricas la luz que el sol enviaba, dejando pasar solo la Luz, la esencia del efecto lumínico, con una blancura superior a la existente en un quirófano. Ahí no acababa la impresión visual, pues esa luz blanca, blanquísima, al derramarse sobre una gran mesa rectangular que ocupaba casi todo el espacio del salón, de Este a Oeste, se reflejaba en una miríada de prismas que descomponían su blancura en mil arco-iris, lo que proporcionaba un espectáculo digno de un maravilloso caleidoscopio, pues parecía que la mesa tuviera la superficie extrañamente orgánica, semejante a un extraordinario mar irisado en continuo movimiento.

Dióclito, que observaba expectante la reacción del forastero ante aquella primera impresión, se vio algo decepcionado. Si bien el recién llegado paseaba su mirada por todo el fantástico espacio, y se detenía,  especialmente, en el prodigioso efecto visual de la mesa, no daba muestras de sentirse asombrado -como ya sucediese, sin excepción, con todos cuantos, llegados de afuera, penetraban en aquel lugar-, sino que su reacción era la propia de alguien que hace un repaso a un espacio conocido; como si estuviese haciendo revisión y comprobando que todo está cómo y donde debe de estar. En una palabra: el recién llegado daba muestras de no ser la primera vez que contemplaba algo así; o eso, o... es que su carácter era poco impresionable, insensible, indiferente, y eso, eso, era algo que no se podía permitir pensarlo. ¿Qué haría allí, sino? ¿Simple curiosidad? Dióclito se dio cuenta de que estaba ante alguien poco corriente. De hecho cuando se le quedó mirando intentando penetrar en su mente, acceder al territorio de sus emociones, lo vio... vio el efecto que la luz producía en aquellos ojos indefinidamente azul-verdosos, y que asoció inmediatamente al que irradiaba de la mesa. Instintivamente, con gesto demudado, dio un paso atrás, oscilando su mirada de aquellos ojos a la mesa, y de la mesa hacia aquellos ojos. La situación era, cuanto menos, graciosa: el cazador cazado. Quien se suponía debiera haber sido el sorprendido era la causa de la sorpresa.

Silvio sonrió; mientras, restando importancia a la sorpresa de Dióclito, descargaba la mochila de su espalda.
-¿Así es que este es el Círculo Creativo? ¿La prodigiosa sede de la Sociedad Antares de Ociosos Creativos?
-Sí,... efectivamente -respondió, saliendo del pasmo, aquel hombre pasmado-. En este sala nos reunimos y ponemos en común nuestras creaciones. En el piso de arriba se encuentran las habitaciones de aquel Creativo que desee residir aquí, pero no es preceptivo hacerlo. Hay quien prefiere alojarse con cualquiera de los vecinos que ofrecen sus residencias de forma gratuita, sin contrapartidas a cambio. Se admite, ocasionalmente, colaboración en las labores cotidianas, algo que en ningún caso suponga la conciencia de trabajo. Los Creativos Ociosos deben de ser eso, ociosos, y la simple conciencia de realizar una actividad laboral contravendría su estatus. Otra cosa es que, voluntariamente, ellos -los Creativos Ociosos- sientan la necesidad de colaborar con sus anfitriones, a modo de ejercicio saludable para mantener a punto su cuerpo, su conciencia solidaria, o, simplemente porque así lo estimen pertinente; pero nunca, nunca, como una obligación. Cuestión ésta no solo admitida y aceptada por aquellos que ofrecen sus casas como centros de graciosa acogida, sino que es algo que llevan con orgullo: existe la creencia de que quien acoge a un Ocioso Creativo está colaborando, de la mejor forma posible, al bienestar y el futuro de la comunidad de Aldea del Altovalle. Se abrigan grandes esperanzas respecto al devenir de la SOCA y lo que ello beneficiará al Valle, no como objetivo turístico, sino única y exclusivamente por una cuestión de prestigio. Si una comunidad tan racional como la griega tuvo necesidad de un Panteón Olímpico, ¿Por qué esta pequeña comunidad rural no podía tener el suyo propio, pero en este caso, de seres reales, vivos, actuando como dioses en la Tierra, dedicados al puro y desinteresado acto de crear?. El Olimpo lo tenemos, solo hemos de llenarlo de seres divinos.
Después, mirando a Silvio de hito en hito, preguntó.
-Por cierto, ¿En calidad de qué debemos su visita? ¿Acaso es periodista, miembro del gobierno regional, del estado, simple curioso, o...? Dejando la alternativa en puntos suspensivos para que fuera el mismo Silvio quien contestara.
-Vengo como candidato. Me gustaría pertenecer a tan singular y excepcional Sociedad. ¿Es ello posible?
Dióclito, sin saber ni preguntarse por qué, sintió una íntima satisfacción. A pesar de recién conocerlo ya sentía una espontánea simpatía por aquel hombre poco impresionable y de mirada opalescente.

Se instaló en el piso superior del Círculo Creativo -el dedicado a residentes-, en una sencilla, luminosa y bonita habitación con vistas al Norte, es decir, a la Cresta del Gallo Cano. Era éste un macizo crestonado en el que destacaban cinco cumbres coronadas por nieves perpetuas unidas entre sí por afilados y abruptos collados que por su vertiente Sur se precipitaban y resolvían en el idílico Valle. En aquellas blancas y escarpadas cimas tenía también su origen el Río de las Gemas, que bajaba bravo hendiendo el Valle en su mitad y dejando a su paso, al descubierto, un prodigioso lecho granítico surcado por inusuales y enormes vetas cuarcíticas, a las cuales, obviamente, debía el nombre. En aquel lecho se podía hallar cualquier tipo de cuarzo, desde el más traslúcido cristal de roca, a la amatista más violácea, desde el bello cuarzo rosa o el jacinto de compostela, al amarillo citrino, desde la rara bolivianita al jaspe o al aún más raro ópalo. El cómo tal enclave pudo haber permanecido virgen, al margen de la codicia y la rapacidad de los mercaderes, es un misterio que compartía con el mismo origen de Aldea del Altovalle, es decir, con aquel Molino ancestral que unos hombres ya olvidados construyeron en una época de la que no guardaban memoria ni las más antiguas montañas.
Silvio salió a conocer la ciudad y, sobre todo, el famoso y antiquísimo Molino. A primera hora de la tarde sería presentado a la Sociedad y al Consejo de Bienpensantes, y se le informaría detalladamente de las pruebas que habría de realizar el día siguiente. Si aceptaba y solventaba el trámite con suficiencia, entraría a formar parte de pleno derecho de la Sociedad de Ociosos Creativos Antares. La adscripción a la Sociedad llevaba emparejada la inclusión en el padrón de Aldea del Altovalle como residente, y, por tanto, un usufructuario más de los bienes del Valle.
Se tuvo que conformar con ver el exterior del Molino. Había junta del Consejo en el piso de arriba, y los días de junta estaba restringido el acceso al interior. No obstante, pudo comprobar la vetustez que destilaba aquella construcción. La gran noria de cangilones barbados giraba con una especie de parsimonia cantarina cuya  grave voz parecía provenir del vientre de la tierra; el líquido sonido del agua ponía el contrapunto a aquella telúrica voz con su incansable chapoteo de bajo continuo. Un billón de veces mil millones de giros salmodiando, sin parar un solo día, la canción del Molino, que era tanto como decir la historia de los hombres.
Silvio la contempló admirado, conmovido. Nadie pudo ver humedecerse sus ojos mientras observaba aquella gran rueda girar, mientras escuchaba la eterna salmodia: aquella aria cantada a dúo entre la tierra y el agua, que, como las órbitas de los planetas alrededor de los astros, contaba los más íntimos secretos del universo. Como es arriba, es abajo... dice el principio hermético de Correspondencia; una circunferencia es todas las circunferencias, en su giro están todos los giros. Él entendía aquella voz porque tenía la conciencia clara de ser parte de ella. Le sonaba tan familiar como a un bebé la voz de su madre...

Estaba en la habitación, sentado ante la ventana, con la mirada abismada en las cumbres lejanas y la mente perdida en pensamientos incomunicables, cuando sonó el toque suave de unos nudillos en la puerta. Se le esperaba abajo, -dijo la voz conocida de Dióclito.
Alrededor de aquella alargada mesa que había visto hervir en colores por la mañana estaban sentadas doce personas, detrás, formando una segunda fila dispuesta intercaladamente respecto a aquéllas (como una de esas disposiciones ajedrezadas o escaqueadas características de los frisos del arte románico), se hallaban, también sentados, otros doce personajes. Mientras los primeros vestían de forma informal de la manera más variopinta, los segundos, casi todos hombres y mujeres de edad provecta, vestían idéntica ropa talar: una especie de túnica o sayo en color crudo con los bordes púrpuras que les hacía parecer senadores romanos. Todos ellos ocupaban amplios sillones de madera con asientos y respaldo de grueso tejido adamascado. En uno de los extremos había un lugar vacío; estaba reservado para él.
De los allí presentes, Silvio solo conocía a Dióclito, y éste fue el encargado de hacer las presentaciones.

En el extremo opuesto al que él ocupaba estaba Aloisius presidiendo la Sociedad. Detrás de éste (es decir, en la segunda fila): a la derecha, un hombre, de barba y melena gris, con túnica senatorial y una sonrisa afable que le restaba gravedad, era el Alcalde de Aldea del Altovalle; a la izquierda, una mujer, también sonriente e igualmente de cabellera gris, con idéntica túnica que el alcalde, que compartía las labores de la alcaldía ejerciendo de magistrada. A un lado y otro de la mesa: en la segunda fila, los restantes miembros del Consejo de los Bienpensantes; y en la primera, los otros once Socios de la SOCA que le fueron presentados uno a uno. Así descubrió que el nombre utilizado por todos ellos no era su nombre de pila, sino una especie de seudónimo formado por la contracción de los dos artistas de su predilección con los cuales se identificara su pensamiento o su corazón. Era esta otra de las singularidades de una Sociedad toda ella singular. Allí había un Lao-Po (amante de la milenaria cultura china, que había adoptado tal apelativo por su cercanía a Lao Tzé, por el lado filosófico, y de Li Po, por el poético), un Leonangelo (que sintetizaba en esa contracción el genio desbordante de las artes plásticas del Renacimiento italiano), un Virgante (aleando la síntesis espiritual de Roma con el heraldo del Renacimiento literario), un Whitpoe (combinando el naturalismo espontáneo de un Whitman con el simbolismo mágico de un Poe), un Borgazar (amante de la literatura fantástica y la poesía hispanoamericana), un Rilkbach (poniendo en relación barroco y romanticismo germanos en un alarde de simbiosis), un Rimbussy (poesía parnasiana y simbolista trenzada con música impresionista),  un Joyshakes (que unía lo mejor, literariamente hablando, de Irlanda e Inglaterra), un Hirobasho (él mismo japonés, de cuerpo y espíritu minimalista como un jardín zen), un Gonlor (barroquismo esplendoroso y duende de lo hispano), y, por fin, aquel a quien ya conocía: Dióclito, quien, además de fundir en sí dos modelos para aquella ciudad (Diógenes y Heráclito), profesaba una admiración sin límites por Homero y Platón, por Eurípides y Píndaro, por Fidias y Praxíteles, en una palabra, por todo aquel Mundo Clásico que sería fuente y semilla, cimiento y fundamento, de la sociedad occidental; civilización a la que sin ninguna exclusividad pero sí por tradición pertenecía la población del Valle.
Tras las presentaciones se le informó de los detalles y el carácter de las tres pruebas que debía llevar a cabo. Silvio aceptó sin dudarlo.

Preguntado por Aloisius acerca de su lugar de procedencia (cuestión suscitada por la impresión general causada por ese su modo de hablar una lengua que era la suya, la de todos los presentes, pero que no lo parecía), el forastero, por toda respuesta, y excusándose por no poder ser más explícito, les emplazó a satisfacer su curiosidad una vez completara las pruebas -si es que fuere capaz de ello- con la suficiente aptitud como para ser admitido. En caso de no serlo, les pidió respetaran su silencio, y se iría como llegó, siendo un forastero que un día apareciera por su preciosa aldea, disfrutó de su compañía, y marchó agradecido por la hospitalidad y llevándolos en su corazón. Pero si, como resultado de una satisfactoria resolución de aquel reto, era admitido en su Comunidad, en su Sociedad, entonces, y solo entonces, les revelaría su identidad, su procedencia y la misión que lo había llevado hasta allí. Se volvió a disculpar por alimentar de modo tan infantil la intriga y el misterio pero les aseguró que no podía ser más explícito aún. Su respuesta no hizo sino aumentar la curiosidad que ya de por sí sentían todos. Se respetó su reserva, como no podía ser de otra forma y Aloisius, levantó la sesión. Al día siguiente, con el alba, partiría hacía los bosques aquel extraño aspirante a integrarse en la Sociedad de Ociosos Creativos Antares.
La comitiva lo despidió cuando los primeros rayos del sol comenzaban a nimbar de oro las cumbres de la Cresta del Gallo cano. Tras darles de mano, Silvio partió con paso ligero, la mochila a la espalda y silbando una tonada de aires célticos. Al alejarse, a medida que su figura se iba empequeñeciendo, detrás, en aquella comunidad apacible y bien pensante, la curiosidad iría en aumento.
Pero esto, lo contado hasta aquí, siendo el aperitivo, el entremés, no es aún el motivo que causaría la conmoción referida al inicio del relato. Para ello, para satisfacer esa curiosidad y desentrañar el misterio, habrá que esperar, como los mismos protagonistas, a la Tercera y última parte de la narración.

Fin de la Segunda Parte
(Enlace a la Primera Parte)


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