lunes, 30 de enero de 2012

El Enviado (3)




Llegó la noche y el candidato de voz oracular y ojos opalescentes no apareció. Era buena señal. Al menos finalizaría la prueba. Aquello no hizo sino aumentar la intriga y la expectación creada y alimentada por el mismo Silvio, con aquella su enigmática respuesta cuando fuera emplazado por Aloisius a revelar su lugar de procedencia. No diré que alguno no albergara la contradictoria posibilidad de una vuelta prematura, más por matar la curiosidad que por malicia, pero el caso es que no apareció. Se ocultó el sol y murieron las sombras en la luminosidad mate del ocaso. Cuando ya comenzó a vestirse el cielo con su terno de cobalto y plata supieron que no regresaría esa noche. Salió la luna, una luna casi llena que alimentó de misterio los sueños de aquellos apacibles y bien pensantes habitantes de Aldea del Altovalle.

Aún el sol no había escalado el recortado horizonte del macizo oriental cuando alguno ya se apostaba en el sendero que venía del bosque por ver llegar al forastero; alguien que quería ser el primero en descubrir su semblante, escudriñar su gesto en busca de señales que delataran con qué animo habría pasado aquel día, y, sobre todo, aquella noche en el bosque, a solas con sus pensamientos e imaginación, escuchando el vago latido de la vida nocturna, las inquietantes voces de la oscuridad, las sombras amparadas por la luna y, sobre todo, sus rayos furtivos que pueden ser confundidos con espectros, al dibujar entre el follaje perfiles inexistentes... o que, acaso, los revelan.
Pero salió el sol, y comenzó su inevitable y progresivo ascenso hacia el mediodía. La gente se fue acercando a la senda del bosque para ser testigos de la vuelta de Silvio. ¿Qué muestras traería de allí arriba? ¿Serían reveladoras de su íntimo sentir? ¿Ejercerían de alusiva tarjeta de visita de su identidad? Incluso se discutía sobre la naturaleza de esas muestras, entrando en una sana competencia por adivinar el carácter creativo del aspirante. Todos esperaban la muestra de ópalo, por supuesto, pero estaban seguros que, en su caso, sería una muestra especial. Algo debería querer decir aquella mirada irisada que habitaba en sus ojos destellando como un caleidoscopio. Es posible que la gente, en estas discusiones, no hiciera sino poner en juego su propia imaginación, sus propios deseos; llegaban así a polemizar -siempre sin acritud- a cerca de la capacidad creativa de cada cual para dar solución a los enigmas que suscitaba la presencia del aún ausente candidato. Lo que parecía fuera de toda duda es que volvería del bosque con algo singular, algo a la altura de la expectación creada.

Siguieron las discusiones, los comentarios, las conjeturas, pero Silvio no llegaba. El sol se alzó sobre su cenit, lo alcanzó y después comenzó a descender. Todos miraban hacia el sendero, allí donde desaparecía engullido por los árboles, pero nada. De vez en cuando alguien, confundiéndolo con alguna sombra -quizás solo por él vista-, alertaba de su aparición, lo que, al ser desmentido por la terca realidad, provocaba una común manifestación de decepción. La gente comenzó a inquietarse, pero, a la vez, justificar la tardanza. -Claro -se decían- es un ser especial, no se puede esperar, pues, un comportamiento normal, ordinario, previsible. -Y volvían a la sana competencia de discutir las capacidades y singularidad de Silvio, ahora alimentada aún más con la inusitada demora como si de ella se dedujese una nueva virtud recién descubierta: el coraje de un aventurero.
Lo cierto es que se acercaba la noche y nadie aparecía en la dirección del bosque. Aloisius, Dióclito y los demás comenzaron a preocuparse de veras. Ya los comentarios no versaban solo sobre la singularidad de Silvio, ahora comenzaban ya a ser eco de la creciente preocupación. ¿Qué le habría pasado? Bien está que fuese un ser especial, pero... se ocultaba el sol, pronto oscurecería, se cerniría la segunda noche y... nada, ni rastro. A medida que el horizonte desaparecía y las formas se hundían en la oscuridad, los comentarios poco a poco dieron paso a un tenso y atento silencio: todos se esforzaban por ver donde ya no era posible ver nada. Algunos avanzaban hacia el bosque para poder distinguir aún algo más de tiempo con la esperanza de que al fin apareciese... Pero no lo hizo.
Cuando la noche se cerró, y la luna, ya llena, oronda y anaranjada, ascendía tornándose paulatinamente foco argentado, Aloisius y Magnus, el alcalde, acordaron realizar una asamblea de urgencia. Se reunieron en el Molino, el Consejo y la Sociedad, en pleno. Entre las decisiones que se tomaron, sin apenas discusión y por unanimidad, figuraban: dejar un retén de guardia durante toda la noche, provisto de todo lo necesario, por si aparecía Silvio necesitando ayuda; y si no daba señales de vida durante la noche, se prepararía un destacamento de rescate que tras dar de plazo hasta el mediodía del día siguiente, saldría en su busca. Quizás hubiera sufrido algún accidente o se habría perdido -cosa difícil teniendo las montañas y el río como referencias inmutables y guías permanentes-, o acaso hubiera sido víctima de un desvanecimiento...
El caso es que esa noche, los apacibles y bien pensantes habitantes de Aldea del Altovalle se fueron a la cama con menos paz de la acostumbrada y no pudiendo evitar pensar, si no mal, no todo lo bien que en ellos era lo habitual, pues sus pensamientos estuvieron zarandeados por la inquietud y oscuros presentimientos.

Esa noche ocurrieron varias cosas extraordinarias, y no habría que descartar que no estuvieran relacionadas entre sí. Lo que sigue es una síntesis de la narración de los hechos tal cual los vivieron y observaron los miembros del retén de guardia dejado a la entrada de la aldea con la misión de vigilar el sendero del bosque. Primero ocurrió algo inesperado: un eclipse de luna, un eclipse no previsto; es decir, un eclipse que no tocaba. Si fuera la Tierra quien se interpuso entre el romántico satélite y el sol, o fuera otra cosa, eso es algo que aún hoy es objeto de controversia, pero el caso es que la luna se apagó. Tras este apagón, que dejó la noche más negra que la más negra de las noches de luna nueva, con solo su malla de lentejuelas titilando allá arriba, comenzó algo que algunos de los que lo vieron refirieron como una fantástica sucesión de multicolores fuegos fatuos en la zona de la Cresta del Gallo Cano, fuegos que se alzaban hacia el cielo creando el efecto de auroras boreales. Pero, en cambio, otros dijeron que más que llamas parecieran cascadas iridiscentes que desde la base de aquellas nevadas cumbres se sucedían hacia arriba hasta precipitarse al inmenso océano del éter, mezclándose con él y dando la impresión de que el cielo, en aquel lugar, era un undoso mar, un sutil tejido de moaré agitado por un céfiro nocturno. Estos fuegos o cascadas, según relataron, se prolongaron durante unos minutos, quizás media hora; los relatores no pudieron ser más precisos ante la distorsión del tiempo sufrida, una distorsión vivida con tal asombro que alteró hasta su normal percepción de las cosas. Tras desaparecer en la noche el último rescoldo, la última gota, de aquel sorprendente efecto cromático, la luna volvió, gradualmente, a aparecer; y al aparecer y bañar de luz las cosas todas de la noche, también vertió sus fríos rayos sobre el Río de las Gemas que comenzó a brillar como nunca antes lo hiciera, iluminada su corriente, la trama de sus hilos de plata, por una reverberación opalescente que convertía aquel lecho de piedra y cuarzo en el sueño de un pintor: todos los colores allí representados, mezclándose entre ellos, creando nuevos matices, tonos nunca vistos por ojos humanos, con una viveza y claridad tal que no parecían sino producidos por trillones de prismas que fueran las mismas moléculas del agua fluyendo y entonando la canción del Color Eterno. Cuentan, los que lo vieron, que sus corazones sintieron una dicha inmensa, como nunca antes sintieran, que del asombro pasaron al pasmo y del pasmo al arrobo. Pero hay más. También juran y perjuran -los cinco que conformaban el retén-, que del río les llegó una voz, una voz profunda en su fluidez, como procedente del fondo del océano, una voz que era un eco de un tiempo sin tiempo, una voz... oracular; sí, creyeron oír la voz de Silvio que les transmitía un mensaje, un mensaje de tranquilidad:
"En las fuentes bebiendo está quien procede de las fuentes. Apaciguad el ánimo, pues el hijo de la luz con la luz se regocija". Esto dijeron escuchar, y todos lo avalan haberlo entendido así.

Puestos al corriente de lo acaecido durante la noche, tanto el Consejo como la Sociedad determinaron, tras celebrar otra asamblea de urgencia, esperar acontecimientos. Se decidió paralizar el operativo de rescate, y aguardar. Se reforzó el retén de guardia, se establecieron turnos de cuatro horas, y se dispuso un protocolo por medio del cual, en el momento que Silvio apareciese se haría sonar la Gran Campana del Molino -la de alarma y rebato-, y un mensajero llevaría el preceptivo recado, tanto al Molino como al Círculo, sobre el estado de salud del aspirante. No obstante no se pudo evitar que alguno se aventurara por la senda del bosque hacia las montañas. Al fin y al cabo vivían en una sociedad libre, donde las prohibiciones no existían y donde el sentido común participaba de una completa armonía con el propio sentido de la responsabilidad.
Transcurrió este tercer día con la expectación propia del momento creado por tan especiales circunstancias: la misteriosa personalidad de Silvio, su enigmático origen, su permanencia allí arriba más allá de lo estipulado, los fantásticos acontecimientos de la noche pasada, aquel extraño mensaje transmitido por la locuaz corriente...
A media tarde, poco antes de acostarse el sol en su propio lecho de ardientes plumas, sonó la campana, y alguien del retén salió corriendo en dirección del Molino. Tras dejar allí su mensaje, se dirigió, siempre a la carrera, al Círculo donde ya lo esperaban en el porche. Con relajado orden unos se precipitaron dentro para preparar lo necesario, y otros se dirigieron hacia la senda del bosque como comité de bienvenida. Parecía que Silvio se encontraba bien, aunque... según el mensajero algo en él había cambiado, se le veía distinto, pero no sabría decir por qué.
Traía la mochila abultada, el gesto sonriente, el cabello enmarañado y surcado por mechas de colores y sus ojos despedían una intensa luminosidad opalescente, ahora visible tanto al reflejo de los rayos del sol como a la sombra. La gente de Aldea del Altovalle se congregó alrededor del Círculo Creativo. Todos se hacían lenguas ante la apariencia de aquel ser a su regreso de... de donde hubiera estado, pues no se tenía la certeza de que esos tres días los pasara solo en el bosque.

La sesión solemne se abrió con un mensaje de bienvenida de Aloisius a Silvio. Tras el cual se le instó a éste a presentar las muestras para ser examinadas por el Tribunal Calificador de la Sociedad, compuesto, claro está, por los doce miembros de la misma. Silvio abrió la pequeña mochila y de ella sacó, ante la inopinada estupefacción de todos aquellos creativos, lo siguiente: en representación del bosque extrajo una hojita de cada uno de los árboles en él presentes, incluido el acebo, que colocó formando un gran círculo; dentro de este perímetro foliar dispuso, de forma concéntrica, una ramita de muérdago, un rizo de planta trepadora, una brizna de cada uno de los arbustos aromáticos, una muestra del humus que tapizaba el subsuelo, un trocito de musgo, otro de líquen, todo tipo de frutillos multicolores (acebo, escaramujo, mirtilo, grosella, mora, frambuesa, hasta madroño había); formando otro círculo interior a los anteriores depositó, con devoción y delicadeza, una serie de plumas de diversas aves que fue nombrando a medida que las colocaba: de ruiseñor, de jilguero, de oropéndola, de alondra, de calandria, de pinzón, de petirrojo, de mirlo, de cardenal y de urogallo, todas ellas (según diría) prestadas por sus propietarias; y por último colocó en el centro de esta especie de mandala una pulida piedra con forma de huevo aplastado (era el ópalo más hermoso que jamás hubieran visto), una flor de edelweiss y tres pequeños frascos translúcidos cerrados con tapón de corcho: en uno, según apuntó Silvio, había agua de las fuentes primordiales de las cuales brotaba el Río de las Gemas; en otro, lo que parecía un fluido viscoso e iridiscente, cuya naturaleza no revelaría hasta que no se realizara la presentación de su obra; y, por fin, en el tercer frasco había... nada, estaba vacío... aparentemente, pues el hombre de la voz oracular sentenció que aquella era la muestra más importante de todas, la que daba todo su maravilloso sentido a las demás (tampoco reveló su no-contenido). Era todo. Como respuesta a esta exposición se levantó un murmullo en el gran salón: unos comentaban, otros asentían, algunos rebatían, pero nadie permaneció callado... ¿Nadie? Sí, había alguien que callaba y parecía elucubrar al tiempo que clavaba su mirada en aquel hombre venido de vaya usted a saber qué lugar (si es que procedía de un lugar). Era Magnus, el anciano, pero excepcionalmente bien conservado, alcalde. Ambos se cruzaron las miradas: se estaban comunicando sin palabras. Por momentos los ojos de Magnus se iluminaron y un gesto de asombrada satisfacción comenzó a dibujarse en su rostro. Silvio sonrió. Aloisius deshizo el hechizo del momento, al decir:
-Bien, ahora veamos con qué obra nos sorprende el nuevo candidato. Mucho se habrá de esforzar para no decepcionar la enorme expectación creada. -Magnus sonrió, al tiempo que se arrellanaba en el sillón dispuesto a ser testigo de algo que llevaba mucho tiempo deseando ver.

Afuera la apacible y bien pensante gente de Aldea del Altovalle se arremolinó alrededor de los ventanales, todo el mundo quería ser testigo de aquella que prometía ser una obra excepcional, e indudablemente digna de ser recordada.
Silvio, con un gesto, pidió silencio. Estaba de pie, a la altura del centro de la gran mesa de cuarzo donde había dispuesto su mandala. Cerró los ojos y colocó las palmas de sus manos mirando hacia adelante, hacia la mesa. Pareció murmurar unas palabras, algo parecido a una oración, o un sortilegio. Tras lo cual, y en medio del más reverencial silencio, se adelantó, cogió los frascos, incluido el aparentemente vacío, los abrió con cuidado y los colocó de nuevo en el centro de aquella disposición caprichosa de objetos tan variopintos. Después dio tres pasos hacia atrás y esperó. En el frasco donde no había nada comenzó a latir un punto de luz; con cada latido ese único punto crecía, y siguió creciendo hasta que ya no cupo en aquel exiguo reducto y salió al exterior como un magma luminoso. Rebasando los bordes del frasco la luz se derramó en la mesa, extendiéndose entre todos los objetos. Cuando hubo alcanzado el borde exterior, el formado por las hojas de los árboles, súbitamente se elevó hasta conformar una especie de holograma; en él las hojas se convirtieron en árboles, el humus en suelo, el musgo, el liquen, el muérdago, la enredadera, los diferentes frutillos, se hicieron bosque, las plumas reprodujeron pájaros completos que poblaron las ramas de los árboles, del frasco que contenía aquel fluido viscoso iridiscente se derramó, espejo líquido, un lecho de cuarzo multicolor que se solidificó formando vetas, de aquel otro frasco que contenía el venero del Río de las Gemas brotó una brava corriente que corrió sobre el lecho de cuarzo, la flor de edelweiss se tornó Cresta del Gallo Cano y la elíptica piedra opalescente comenzó poco a poco a cobrar brillo como si el corazón de la luz pulsara en su interior. Al tiempo que el brillo de la piedra se iba intensificando bañando todo de luz irisada, un polifónico sonido compuesto por el canto de las aves se fue elevando: canoro coro de aves en concento.

Todos los presentes contemplaban con ojos desmesuradamente abiertos y alma sobrecogida aquella vívida representación de su valle. Pero faltaba algo; algo muy importante. Silvio, sacándose un anillo del dedo corazón de su mano izquierda lo arrojó al centro de esta escena virtual. El anillo rodó sobre las aguas del río hasta colocarse, exactamente, en una cascada después conocida como Salto Cortina, allí se detuvo, y esperó... Y entonces vieron a unos seres, que parecían hombres, bajar desde los confines de un cielo inexistente hasta las cumbres nevadas que formaban la Cresta del Gallo Cano; y de allí, seguir el curso del río hasta el Salto Cortina donde les esperaba el anillo.  Extrajeron del lecho del río grandes bloques de aquella piedra veteada y con ellos levantaron un muro que remansó las aguas formando un gran lago. Canalizaron su fuerza y la hicieron coincidir con el anillo que previamente había sido izado vertical para que las aguas del río, al chocar con él, lo hicieran girar. El anillo, entonces, comenzó a girar sobre sí mismo, y a cada giro de su eje fue surgiendo, en derredor, el contorno reconocible del viejo Molino. Aquellos hombres escribieron todas estas cosas, la fundación del Molino, y el asentamiento que en torno a él tuvo lugar, en un pliego hecho de un tejido que trajeron consigo desde las estrellas. Y también en aquel pliego escribieron que un día, si los pobladores de aquel lugar se hacían merecedores de ello, enviarían a quien debiera contarles todo esto: su origen, su estirpe. La fecha que figuraba al final del escrito no era la de la fundación, sino la de la venida del enviado. Todo esto apareció ante sus ojos (cuando no sugerido, claramente mostrado) mientras las aves ponían la banda sonora a toda esta fantástica escena que ante aquellas apacibles y bien pensantes gentes tenía lugar.

De pronto el holograma desapareció. El anillo cayó tintineando sobre el centro del mandala-muestrario -y, por tanto, de la mesa-. Silvio lo recogió y se lo volvió a colocar en su dedo.
-Bien, esta ha sido mi obra. Si merece su aprobación me dispondré para la tercera prueba, sino...
-Por supuesto, por supuesto -respondió Aloisius-. Señores votemos, como siempre a mano alzada -seguidamente, como si todos los brazos hubieran estado unidos por un hilo, se levantaron al unísono; incluso votaron aquellos a quienes no correspondía hacerlo, por no pertenecer a la SOCA.
Llegaron al pontón del pequeño embarcadero, punto que hacía las veces de salida para la realización de la tercera y última prueba: desde allí el candidato debería tirarse al agua para dejarse llevar por ella hasta la cascada, y de ahí hasta el Molino.
Silvio se desnudó dejando ver su nívea piel y seguidamente se arrojó a la corriente remansada. Su cuerpo desapareció bajo las aguas aquí y allá cubiertas de nenúfares y algas. Solo se veía una efervescencia en la superficie que podía corresponder a su respiración -se pensó-. Pero él no aparecía. De vez en vez el movimiento de un nenúfar, un pequeño remolino, un leve chapoteo -que bien pudiera haber sido el de un pez o una rana-, hacía que desde la orilla se señalara con el dedo en aquella dirección.
-¡Allí, allí! -gritaron unas voces indicando la cascada- ¡Allí, su cuerpo, la espuma, la blancura! -se le creyó ver como una mancha más blanca entre la cortina blanca que el agua formaba al caer- ¡Allí, allí! -se le creyó ver como una mancha más blanca entre la espuma blanca del agua al romper contra la superficie en su caída.
Pero lo cierto es que de entre la espuma emergió una consistente silueta blanca, como si la misma espuma se hubiera condensado, haciéndose cuerpo níveo. Era Silvio. Su cabello iridiscente, sus ojos opalescentes, su piel nívea, arribó al Molino. Todo el mundo vitoreó este nuevo prodigio. En ese momento nació otra leyenda sobre aquel extraño ser: poseía el poder de convertirse en agua, de ser fluente como un río, en el sentido más literal del término. Se le bautizó como El Hijo del Río, y también Príncipe de las Gemas, y aún El Mago Opalescente. Probablemente no le faltarían pseudónimos para su entronización como miembro de la Sociedad de Ociosos Creativos Antares. Era el décimo tercer miembro, tal y como figuraba en aquella estrella que resplandecía en el pico del urogallo convertido en veleta y que coronaba la cúspide del Círculo Creativo.
Ahora se entenderá el porqué del revuelo con que comenzaba este relato. El por qué lo ocurrido ese día provocó algo parecido al rumor de un mar aborrascado: en la Sociedad, en el Consejo, entre los habitantes de la aldea... no se hablaba de otra cosa, no había otro protagonista, todo giraba en torno al "enviado".



El sol brillaba tenuemente entre nubes desgajadas que semejaban jirones de algodón gris y sucio. El aire puro, seco y fresco de la cercanas cumbre nevadas azotaba ligeramente las ventanas y los rostros. A pesar de ello se respiraba un clima cálido y animado, sobre todo desde la llegada de Silvio, tres días antes. Aldea del Altovalle era una especie de aparcadero donde se alojaban las pobres almas ya inservibles para una sociedad que rinde culto a la eficiencia y la juventud, y donde los viejos sobran, cuando no molestan. En tiempos muy remotos allí había existido una comunidad de la que apenas quedaban restos, parece ser que dedicada a la artesanía de las gemas, pues el río que bajaba de las montañas lo hacía por un lecho de granito rico en vetas de cuarcita. Tras un dilatado espacio de tiempo deshabitado, a mediados del siglo XIX a alguien se le ocurrió que sería un sitio adecuado para construir un sanatorio para tuberculosos; función que acabaría perdiendo cuando la tuberculosis dejó de ser un problema en las sociedades desarrolladas. Al fin aquel espacio fue reconvertido en Residencia de ancianos. Aunque parezca mentira, a pesar de hallarse bastante aislado de todo lugar habitable, funcionaba con éxito pues nunca había plazas libres y sí una larga lista de espera. Tal éxito era de difícil justificación, máxime cuando únicamente un destartalado ferrocarril de vía estrecha era toda la comunicación con el mundo exterior; además de una de esas exiguas y peligrosas carreteras de montaña, claro. Quizás debiera su gran aceptación a estar ubicado en un lugar privilegiado por lo saludable de su clima, la altitud, la pureza del aire, lo hermoso del paisaje... O bien había que buscar la razón, precisamente, en su radical aislamiento.

Silvio, desengañado de una vida demasiado enfocada en lo competitivo, en el egoísmo, en la rentabilidad de lo efímero, había llegado cargado de ilusión a aquel, su, destino elegido. Lo primero que hizo tras leer los informes del personal y clientes que tendría a su cargo, fue ir a ver a Luis: un emérito profesor de literatura, obviamente ya retirado, que no se resignaba a la vegetalización, y que para combatirla había formado en aquel impropio lugar algo así como un grupo con inquietudes, una sociedad con fines creativos en la que todos los integrantes estarían dedicados a entrenar la imaginación, a ejercitar su cerebro y retrasar, de esta forma, la temida demencia senil que le abocaba a uno indefectiblemente a la dependencia, cuando no al estado vegetativo. En aquella sociedad lúdico-creativa solo existía una regla, un único artículo en sus sucintos estatutos, que no era sino un lema: fluente como un río. Con ella se quería dar a entender ese carácter de impulso vital irrefrenable que nunca ha de detenerse, exactamente como el curso de una corriente fluvial. Tras su encuentro con Luis, Silvio se reunió con Feliciano Grande, el Director de la Residencia, en su entrañable despacho ubicado en un antiguo molino de agua reconvertido en centro administrativo. Acordaron dar continuidad a la iniciativa de Luis colaborando en todo lo posible para hacer de ella una exitosa empresa. Se pensó, incluso, en intentar hacerla extensible a todos los residentes, animándoles, con programas de desarrollo personal, a su implicación. Al fin y al cabo, pensaban ambos -Silvio y el Sr. Grande-, cada día que despuntaba el sol por aquella crestonada silueta montañosa era un regalo de la vida y una oportunidad para recrearla, ¿y quién mejor para hacerlo que quienes poseían más información, más experiencia, más ilusiones nunca satisfechas, más corazón, si vapuleado o desgastado, con más ganas de saborear y valorar cada segundo de lo restante por vivir? Ambos se confabularon, pues, para hacer de Aldea del Altovalle un reducto de lo maravilloso: una especie de Brigadoon Shambala para quienes, apartados ya de la vida útilsolo disponían de un ingente caudal de recuerdos y de sueños con los que recrear ilimitados universos al abrigo de la necesidad y la obligación.

Fin de la Tercera Parte

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