sábado, 24 de marzo de 2012

El Olvidado




Pese a hallarme ya en el ecuador de mi tercer decenio de vida permanezco tan virgen como el primer día. Apenas alguna mirada distraída, un par de caricias que no llegaron siquiera a constituirse en magreo, y nada más. Y eso que no ocupo uno de esos lugares inaccesibles, tal como el rincón del anaquel inferior de la última esquina de la librería o aquel otro al que es imposible acceder a menos que se disponga de la agudeza visual del lince o la del águila. Me encuentro situado, discretamente, a la altura de la vista de cualquiera que se ajuste a la estatura media del país, en la zona central de un estante lateral de los varios cuerpos de baldas dedicadas a la narrativa de la Biblioteca Municipal. Se podría esperar que, siendo ésta pública, muchos ojos a lo largo de estos veinticinco años deberían haber reparado en mí. Y de hecho, algunos lo hicieron: los he visto, verticales, siguiendo el orden del texto que figura en mi cantonera (de arriba abajo): mi autor, mi título, el número y la mitad del nombre de la colección a la cual pertenezco (pues la otra mitad se halla oculta bajo la obligada etiqueta con la signatura identificativa que permite mi ordenamiento y fácil localización). Al no ser mi autor uno de esos popularmente reconocidos, y aunque mi título no carezca del poder de la sugerencia, los más de esos ojos que se verticalizan para identificarme, desdeñan el esfuerzo y me obvian. Los menos que no lo han hecho, se han tomado la molestia de tomarme en su manos; algunos de éstos, tras mirar la portada, me devolvieron a mi lugar (si bien, siempre hay quien, pese al ostensible hueco dejado tras mi extracción, me coloca en un lugar diferente). En contadas ocasiones (no habrán llegado a una docena al año) fui abierto y ojeado, quizá consultado por el índice, y, al no hallar en él nada que atrajera su atención, restituido a mi ubicación de olvidado reposo. Sólo uno o dos (quizá más atraídos por la ilustre figura que compilara la colección, reseñada en la portada, que por mi autor) pasearon su vista, de forma azarosa o despreocupada, por algunas líneas sueltas de algunas páginas intercaladas de las no demasiadas que me constituyen; así, sin la necesaria y preceptiva inmersión en la trama, y dado que aquel que me creó no fue amigo de los fuegos artificiales ni los toques de trompeta o de timbal, acaso no entendiendo lo que allí se decía, o, simplemente, porque no resultara --lo leído-- suficientemente atrayente, el caso es que (aquel uno o aquellos dos) me hicieron correr el mismo destino que quienes ni siquiera repararon en mi presencia: el olvido. Aún espero a quien ha de venir a rescatarme de este inmerecido e injusto abandono. Pues los libros se hacen para ser leídos, no para ocupar un espacio en el limbo, o servir como meros objetos de decoración.

Estar aquí, olvidado de todos, hace que me haga multitud de preguntas. Quizá la primera y más importante sea la que funda mi mismo preguntar: ¿Cómo es que un mero objeto --por más que sea un objeto portador de sabiduría, conocimiento o diversión-- puede llegar a desarrollar la humana capacidad de la interrogación?, a la que --sin haber hallado una respuesta satisfactoria-- le siguen otras más, como: ¿Qué marca realmente la existencia? ¿Es el existir un mero estar, o ese estar requiere una activación --la consciencia de sí en el reconocimiento por parte de los otros-- para que realmente pueda considerarse como algo existente? Según reza la católica doctrina cristiana quien muere sin haber recibido el sacramento del bautismo es como si no hubiera existido: su alma se reintegrará en el informe y alienado limbo (nebuloso lugar de los no-nacidos). Quizá para un libro ese bautismo suponga su lectura.
Pero un libro que desde su edición permanece sin abrir, acaso apilado en una caja, almacenado, o colocado en un estante, obviado por quien ha de bautizarlo --el lector--, ¿Puede considerarse de facto un libro sin más? ¿No es acaso un permanecer en el limbo de la ignorancia? ¿Existe aquello de lo que no se tiene consciencia ni constancia? ¿O es el existir obra necesaria de la percepción? ¿Qué sentido tendría, entonces, una expresión como la que se emplea para borrar del registro de la existencia a quien nos ha ofendido, como es: "para mí has dejado de existir", o, "a partir de este momento será como si no existieras". Aunque sepamos que ese al que condenamos al exilio del limbo seguirá existiendo por su cuenta --para otros--, deseamos, mediante un acto de enajenadora voluntad, erradicarlo (cosa imposible, ya) de la propia esfera de lo existente: esa referencia sobre la que reposaba la certeza de su existencia. El caso extremo de esta popular expresión es aquel en que se quiere borrar del mapa de la existencia a quien, habiendo tenido un papel protagonista en la misma, por castigo o venganza, se lo condena al olvido, suprimiendo cualquier señal que pueda revelar que un día existiera (caso de aquel heterodoxo faraón Akenaton --Amenhotep IV--, quien intentara cambiar en el milenario Egipto un milenario régimen teocrático politeísta por otro monoteísta). Denotando de esta forma que para el ser humano es el reconocimiento el que da la existencia. Deducimos, pues, que lo mismo ha de ocurrir con sus obras.

En fin, que aquí estoy yo: un libro de bella edición, bonita ilustración de portada en alegórica alusión al contenido, impreso en atractivos y claros caracteres bodonianos sobre excelente papel Guarro verjurado; una obra narrativa, mechada de alguna genialidad y mucho ingenio, nada demasiado profundo pero tampoco demasiado superficial; con texto muy bien escrito, engalanado de precisión y pulcritud; una verdadera joyita para la lengua en que me expreso. Mi naturaleza poliédrica, basada en mi conformación diversa como compilación de relatos breves, debiera suponer una ventaja a la hora de ser reclamado, pero la barrera del desconocimiento, de la ignorancia, que sobre mi autor existe aquí, a miles de kilómetros y un océano de por medio de su país de origen (donde sí se me reconocería), se ha mostrado insalvable. De nada sirve que en mí se concite lo maravilloso; de nada que, conmigo, mi lector pueda gozar de bellos, divertidos e imaginativos momentos... Como tampoco sirve de nada el cofre repleto de joyas que duerme en el fondo de un mar arcano: solo cuando es descubierto, cuando alguien lo saca a la luz y abre el candado y levanta la aherrojada tapa y, mientras sus manos se hunden en el maravilloso contenido, contempla con ojos asombrados, el brillo del bien labrado oro, los destellos de las bien talladas gemas o el iridiscente y enigmático tornasol de las nacaradas perlas; sólo en ese momento se puede decir que existía un tesoro en un cofre en el fondo del mar.
Sigo esperando, consciente que desde mi limbo cuadrangular, aquí, apretado a otros con más suerte que yo, deberé aguardar el milagro de la aparición de mi Bautista. A veces me entretengo pensando, desde ésta mi celulósica inteligencia, cómo será mi lector, con qué prejuicio llegará a mí, cuál habrá sido el motivo que lo haya inducido a sacarme del olvido... Si lo habrá hecho conscientemente --es decir, a sabiendas de mi posible existencia, como parte de un todo que es la colección de treinta y tres volúmenes que conforma mi familia--, o simplemente por reveladora curiosidad, o bien porque, quien sea mi redentor, adolezca del mismo paisanaje que mi autor --y por tanto, así mismo, con conocimiento de causa...
¿Será hombre o mujer? ¿Joven, jubilado, escolar? En todo caso será alguien que quiera leerme. Alguien que, una vez decidido a sacarme de esta especie de ordenada tumba sin lápida en que me encuentro, se adentrará por mis frases y párrafos, y capítulos y relatos, dándome la anhelada existencia. Y no se arrepentirá, porque, además, su decisión le inducirá a buscar más tesoros ocultos, exhibidos e invisibles, ocupando un espacio en el limbo de los libros no leídos esperando a ser descubiertos para regalar su riqueza.

(Este pequeño relato me ha sido sugerido por un libro real que tras veinticinco años de existencia, dieciséis de los cuales en una Biblioteca Pública Municipal, ha sido leído (por mí) por segunda vez. Es un a modo de homenaje para todos aquellos textos que siendo verdaderas joyas permanecen en el más absoluto olvido de unos anaqueles quizá menos visitados de lo que cabría desear).

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