viernes, 30 de marzo de 2012

Historias de Sueño y Plata (2)




Historia Tres
De la Apariencia de la Luna y de su Realidad Transparente

I
Entre las Historias de Sueño y Plata, y en orden a hacer más inteligible y consecuente, más comprensible, esta exposición de relatos lunares, resulta del mayor interés (por no decir que pertenece al ámbito de lo fundamental; es decir: de lo que cimenta y sobre lo que se levanta una teoría o estructura), abordar seguidamente aquella que da cuenta de la verdadera naturaleza de la Luna, pues ahí es donde tiene su origen todo este plausible, si improbable, universo narrativo. Naturaleza que tiene, al menos, dos fuentes distintas y complementarias: la fisico-química y la, llamémosle, onírica. Las dos son percibidas por el hombre mediante vías diferentes, que, si paralelas, son inseparables: una, materialista, está sujeta a leyes experimentales; la otra, ideal, es eminentemente especulativa. Dicho en lenguaje iniciático: la doble naturaleza de la Luna hace que posea una Realidad Aparente y otra Transparente (según los Duendes de Plata, ambas realidades confluyen en una única e Integral Realidad demostrando así su Naturaleza Unitaria en lo Trino. Este complejo argumento, mitad ontológico, mitad fantástico --aseguran los duendes, y en ello no les falta razón-- posee el mismo derecho a la  veracidad que cualquier otra teoría). La Realidad Aparente, pues, sería aquella que  nos entra por los ojos y en la que se basa el conocimiento científico; la Transparente solo es posible experimentarla a través del Tercer Ojo y el conocimiento trascendente e intuitivo. La historia que da cuenta de esta cuestión fundamental, referente a la naturaleza de la Luna, es la que me dispongo a relatar.

Aunque parezca difícil, es no solo posible sino aconsejable establecer puentes y relaciones entre una y otra realidad; pues que ellos existen --los puentes--, y son tan reales como las palabras que emplearé para nombrarlos y describirlos. Además, como ya he dicho, no se puede entender una realidad sin la otra; no, al menos, desde una perspectiva integradora de lo sustancialmente humano. Puesto que lo humano no se resume a lo percibido por sus groseros y limitados cinco sentidos corporales, sino que se extiende, como una nebulosa en expansión a través del espacio infinito, desde su cerebro hacia una realidad que está más allá de lo que sus pobres registros sensoriales son capaces de percibir. Si el cuerpo está capacitado para registrar su propia realidad, para respirar su materialismo; lo que transciende la mente (alma, en una individual instancia; espíritu, en la entidad común) registra, capta, inspira, la esencia sutil de aquello de lo que la materia no es sino mera cáscara, su piel más superficial. Y lo mismo que no identificamos la cebolla únicamente con su tegumento exterior, de similar manera no deberemos hacerlo con todas las cosas solamente por su apariencia; incluida la Luna, que es la que ahora nos interesa.

Forest / Forêt. 1927

II
Andaba mi yo onírico en el tiempo que le es propio --es decir, el del sueño--, a la búsqueda de una respuesta a una de esas situaciones triviales que uno de sobra conoce, pero que por una fortuita analogía te dejan sumido en la perplejidad... Esa noche me había acostado arrullado por el solitario fulgor de las estrellas --noche de luna nueva, pues--; y con la última impresión en mi retina de una cúpula rendida de lentejuelas y ausencia de luna. En mi mente aún la imagen de un astro invisible en el firmamento y, a la vez, presente en la imaginación. Mis ojos miraban pero no veían, mas al cerrarlos  allí estaba: oronda, plateada, o creciente o menguante, pero allí estaba; mi imaginación la hacía posible. Gracias a mi experiencia y conocimientos sabía que si no la veía era porque nuestro maravilloso planeta azul se interponía entre ella y el sol. Pero no necesitaba verla para saber que estaba allí. "¡Vaya tontería!" --diréis. Pues no, no lo es; a veces la cosas más triviales nos asaltan cargadas de significación oculta, que, precisamente, por el prejuicio de su trivialidad nos pasa desapercibida. En las perogrulladas muchas veces se esconden más incógnitas que en los misterios eleusinos, y, por supuesto, más profundos significados que en complicados teoremas. Quien haya profundizado algo en el extraordinario y exacto (¿?) mundo de las Matemáticas sabe a lo que me refiero.

Pues bien, con este pensamiento de interrogadora especulación me dormí; y con este pensamiento acudió, convocado, mi yo onírico. Vagando en la negrura tachonada de puntos de luz lejanísimos flotaba, hacia ningún sitio, mi conciencia a bordo de un incorpóreo cuerpo hecho de sueño. Buscaba a la luna en esa bóveda fulgurante --la misma luna que no viera en el cielo antes de acostarme-- cuando sentí su presencia: primero como un punto de luz, una estrella más brillante que las demás; después, tras expandirse gradualmente (quizá se acercara desde la sideral lejanía o quizá desde una zona no visible del firmamento --un astro sumido en la oscuridad, por ejemplo), por fin apareció como lo que era: un Duende de Plata. Tenía un aspecto (dentro de la indefinible apariencia argéntea, como es consustancial en todos ellos) más que de de docto profesor de academia, de luminoso sofista: circunspecto y reflexivo, brillante, profundo y oracular, aunque de vez en vez (sobre todo al reparar en la impresión que en mi sueño causaba) no dejaba de esbozar diversos tipos de sonrisas a tenor de lo fantástico de su relato o de lo improbable de mi comprensión. Así, en su cambiante cara, sentí muecas risueñas: ya compasivas y benévolas, ya irónicas y burlonas. No obstante lo abstruso e increíble de su narración, nunca, este onírico ser argentino, dio la sensación de ser un lunático. Vosotros mismos lo comprobaréis, amigos míos en la siguientes líneas, que para algunos probablemente serán muchas y a otros, en cambio, les pueden parecerán escasas.
Con ese lenguaje sin palabras que es propio del mundo del sueño, capaz de transmitir información y conocimiento mediante el sutil trasvase de pura inteligencia sin necesidad de material articulación sonora, el Duende de Plata me abordó para hacerme unas asombrosas revelaciones.

[Previamente, no creo superfluo redundar aquí y ahora en el hecho de que los sentidos, durante el sueño, adormecidos ellos también, adolecen del nivel perceptivo que les son propios en la vigilia: así el oído, el gusto, el tacto y el olfato, aparecen como amortiguados y distorsionados, no reconociendo de ellos nuestra consciencia onírica más que la significación última que su sensación produce en nuestro sistema nervioso central, es decir, en nuestra inteligencia, y no su cualidad sensorial en sí (gritamos, angustiados; pero no oímos del grito más que la expresión de angustia; corremos huyendo de un peligro pero no sentimos las piernas, ni nuestra respiración agitada, pero sí somos conscientes del peligro, de la angustia --otra vez--; podemos experimentar el más intenso placer de un orgasmo, pero no será mediante nuestro pulsátil sentido de un tacto estimulado, sino, directamente, mediante una sublime y ubicua satisfacción). Es en esta singularidad donde reside y la que explica el hecho --cierto-- de la superior intensidad percibida en el sueño de algunas sensaciones oníricas: su percepción pura, en su más desnudo y pleno significado, sin la intermediación --filtro-- de la materia. El sentido de la vista en cambio, es el único que permanece casi idéntico en ambas realidades --soñamos en imágenes, se suele decir, no sin parte de razón; mas no toda--, si bien, la facultad visual se experimenta dotada de la amplitud del ojo compuesto: somos capaces de ver en diversos planos a la vez, en diversos niveles, en diferentes direcciones simultáneamente, como imágenes superpuestas en las que cada una sigue su propio guión, pudiendo nosotros desplazarnos de una a otra, con los mismos ojos, sin atender a los límites de coercitivas dimensiones --tiempo, espacio o lógica. Este recordatorio de cómo percibimos en sueños será capital para intentar entender las confidencias que me hiciera el Duende de Plata acerca de la sincrética Naturaleza de la Luna.]

The Eye of Silence. 1943/44

III
La Realidad Aparente de la Luna es la generalmente conocida. Hoy día el satélite terráqueo lo tenemos en nuestro salón, al alcance de un click y con todo el esplendor de una pantalla plana de 40". Todos recordamos aquel momento en que Armstrong daba saltitos por su, aparentemente, intacta superficie; en nuestra mente, impresa, la primera estriada huella del hombre en la luna (¿seguro?). Aquel paisaje desolado, árido, de polvo de talco gris renuente a la suspensión. Antes, nuestra imaginación ya se había familiarizado con aquellas imágenes, recogidas por satélites orbitales, que presentaban una superficie lunar horadada por cráteres de todos los tamaños: desde algunos centímetros hasta más de un centenar de kilómetros, de diámetro. Esa superficie plomiza (de poco blanco y un mucho negro rodeando el contrastado gris lunar) contradecía la tradicional visión idílica de un astro plateado, faro de la noche, lumbrera nocturnal... Desde la luna, no se ve la plata, no existe el reflejo. Esto, nos debería dar que pensar. Lo mismo que debería darnos que pensar la apariencia de un organismo complejo, como el humano, a la vista de un microscopio en relación a la imagen que de él tenemos. La perspectiva es capital para la idea que sobre algo nos hacemos (aquí vendría bien la historia del elefante que tratan de definir unos seres ciegos y estáticos que solo pudieran dar cuenta de la naturaleza del paquidermo en base a la experiencia de su inamovible situación particular, su perspectiva: quien estuviese al lado de una pata, definiría al elefante como una robusta columna cilíndrica; quien ocupara el lugar donde la trompa se haya, lo definiría como una especie de rugosa y elástica manguera móvil; quien en la panza, como una cúpula de inmenso cielo, etc...; siendo así que solo quien es capaz de tomar distancia podría observar con mayor certidumbre qué cosa es un elefante, y acercarse a la verdad que subyace en la apariencia "elefante").

Perspectiva pues. Se dirá que es en base a esa perspectiva, a esa lejanía, a esa imposibilidad para un acercamiento desenmascarador, lo que ha constituido el germen y raíz del corpus onírico de la luna, parte importante de su Realidad Transparente, fomentada a base de especulaciones y supercherías --dirán los doctos científicos--. Así, se la ha dotado --de igual forma que a los demás astros del firmamento-- de unas atribuciones filo-antropológicas que influirían en la vida del ser humano: influencias recogidas desde los orígenes de la Astrología (en la que se mezclaba hechos, datos experimentales y magia), hasta el advenimiento de la Astronomía. Una diferencia sutil: se cambió el logos (conocimiento), por el nomos (ley). Del conocimiento de los astros (integrado en un todo en el que nada escapa a la mutua influencia), al sometimiento de los astros al imperio de la ley, una ley que el ser humano va descubriendo a trancas y barrancas, que explica algunas cosas e ignora muchas más. Se ha pasado de la consideración de los astros como entes, a su fijación como objetos.
La Luna no ha escapado a este cambio: víctima de un cientifismo excluyente, ha visto rebajada su estimación en el corazón de los hombres; pero eso no significa que no siga siendo lo que siempre fue: el gran reservorio de sueños, la celosa centinela de la noche, la amazona vertiginosa que cabalga, dando trompos, incansable, las praderas siderales custodiando, fiel, a la Tierra. Cuando el ser humano siente temblar el suelo bajo sus pies (ese suelo aparentemente sólido que los científicos nos describen con todo lujo de detalles y muy pobremente de sentidos) entonces se acuerda de la Luna --y de los otros astros y entidades no sometidos a la férrea disciplina de lo experimental--, de su magia, de su misterio; y a ella acude buscando consuelo y respuestas; y por ella, como un niño asustado, se deja acunar y mecer; y de ella recupera sus sueños, que ella, celosa y maternal guarda; y, al fin, de ella obtiene el bálsamo pretendido, el que lo aliviará de la angustia y la zozobra de un vivir en la apariencia que descarta lo más importante, aquello que hace latir su corazón (no, no son los impulsos eléctricos de los nodos sinusales cardíacos): la atracción de Lo Posible.

Of This Men Shall Know Nothing. 1923

IV
Esa superficie millón de veces horadada no está inerte. Ese colador de polvo gris no es un simple cuadro puntillista de un pintor en blanco y negro. Y, sobre todo, las entrañas de la Luna no están hechas de magma solidificado (no sólo). Las entrañas de la Luna están pobladas de universos. En una historia anterior ya se ha hablado de los improbables Archivos Lunares, se ha descrito una geografía exacta y un escenario probable. Pero no es el único. La superficie lunar está plagada de grietas, de fisuras, de entradas (y salidas) que comunican el exterior --en gran parte conocido, pues pertenece a su Realidad Aparente-- con el interior --en gran medida desconocido, pues en él habita una buena parte de su Realidad Transparente. Pocos saben, reconocen o admiten, que por esos cráteres (infinitesimales, unos; gigantescos, otros) entran a la Luna gran parte de los sueños, ilusiones, y proyectos no cumplidos de los hombres: los sueños más chiquitos, por los cráteres más diminutos; los sueños más ambiciosos, por los más enormes. Todos ellos penetran en la luna, y lo hacen a través de diversos estratos superficiales, que los filtrará hasta llegar al gran Lago Circundante, que a su vez drena en el gran Mar de los Sueños Posibles, de donde los Duendes de Plata los recogerán para registrarlos, seleccionarlos y archivarlos (como ya se dijo en una anterior historia).
En este aparente simple sistema hay una particularidad: los sueños más enormes y los más diminutos, al filtrarse, dejan por el camino, tamizados por sabios filtros (Estratos Corticales de Criba y Triaje) que solo permiten el paso de las cosas auténticas, la parte menos valiosa, la más improbable, la eminentemente fantasiosa (que corresponde proporcionalmente a la vanidad de su autor), pudiendo darse el caso de que, al final, el sueño más enorme, apenas llegue al Mar de los Sueños Posibles con la mínima expresión, y más veraz, de su tamaño: su intención. En cambio, hay sueños diminutos que ha medida que pasan por los filtros de la Luna, se van haciendo más y más grandes, hasta llegar orondos y crecidos a su destino; y eso es debido a que en su interior portaban la fecunda semilla de los Sueños Admirables, semilla que germina en el interior de la Luna hasta archivarse como un Gran Sueño (éste puede, como ya se dijo, retornar a la Tierra, al sueño de otro ser diferente a aquél que lo soñó diminuto, pero ahora ya en todo su esplendor, buscando así el destino de todos los sueños: Lo Posible).

Ya se empieza a hablar de que el núcleo de la Luna es hueco, no compacto. A fuer de ser sinceros (todo lo sincero que puede ser un Duende de Plata, que lo es absoluta y seleníticamente), esto no es del todo exacto. Desde el punto de vista físico no cabe duda de que ese núcleo aún conserva el recuerdo del magma original, una especie de calor residual donde se guarda en moléculas etéreas impagables recuerdos de épocas arcanas (ya se dijo: hasta puede que allí esté registrado el sonido primordial con el que todo dio comienzo). Pero desde el punto de vista de su Realidad Transparente, el interior de la Luna es un inagotable universo de estructuras. Es más, ese interior es un magma cambiante en el que se crean y se transforman constantemente espacios y funciones. Estos cambios están promovidos, obviamente, por quien los sueña; es decir: los seres humanos, aunque ellos no son, salvo unos pocos, conscientes de esto. Con lo fácil que es... Comprobarlo, digo.
Un simple experimento: siéntese un humano, un día de luna llena, en una playa poco iluminada artificialmente, y mire hacia el mar: ese sendero de plata fulgente que desde el rompiente de las olas se dirige hacia el horizonte para, desde ahí, saltar en pos del luminoso disco lunar; y ahora, dígaseme: qué imágenes, qué sensaciones, qué sentimientos, qué pensamientos comienzan a poblar su mente: ¿acaso trivialidades como su tamaño, su distancia a la tierra, su constitución de polvo quieto, su núcleo macizo o hueco? o ¿Por qué gira incansable sobre sí misma, por qué lo hace entorno a la Tierra, hacia adónde va, se parará algún día?; ¿o más bien, el ser humano en cuestión, comenzará a sentir una dicha interior sin saber el motivo concreto, aunque barrunte que algo tiene que ver la imagen que contempla: la luna luminosa, lo mágico del momento, la maravilla con que la vida se presenta en ese instante, la atracción de la luz blanca fija y derramada, el reverbero en las olas negras, malla de luz y ensoñación, etcétera?. Espero y exijo respuesta.

Pues bien, estas son las dos naturalezas de la Luna, sus dos realidades: una compete al mundo de las apariencias, y es causa belli de los científicos; la otra compete al mundo de las transparencias, y es causa fértil de los poetas. Ambas son; ambas son necesarias; ambas coexisten y se interpenetran en el corazón del hombre, en su alma y en su Realidad. Negarlo es de necios, o de pobres ignorantes dignos de conmiseración.

Así me dijo, sin palabras, el Duende de Plata; y así yo, creo que acertadamente traducido a términos reconocibles por todos, lo he transcrito.

The Entire City/La Ville entière. 1935-37


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ILUSTRACIONES

Max Ernst (1871-1976)
(Título de la Cabecera: The Phases of the Night. 1946)

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