viernes, 20 de abril de 2012

Bertel Thorvaldsen: el Neoclasicismo apolíneo (3)






Tercera y última entrega dedicada a Bertel Thorvaldsen, escultor danés adscrito a la corriente neoclásica, pero que, como hemos visto en los dos posts anteriores, más habría que considerarlo un re-clásico, nueva encarnación de una época pasada de esplendor inigualable, antes que un renovador de estilo. Thorvaldsen es el espíritu de una época condensado en otra diferente, distantes ambas veintitrés siglos.
Sus bustos son de un realismo sorprendente. Sorprendente por lo que tienen de quintaesencia. En los personajes reproducidos está la singularidad, pero exenta. El carácter del representado, en este caso, se expresa de una forma aséptica, pura, sin matices: toda la singularidad de forma esquemática y a la vez, libre de imperfecciones (¿libre de vitalidad, por otra parte? No, sus bustos tienen aliento, pero un aliento sin olor). ¿Idealiza? Por supuesto, pero en el sentido más platónico del término. Thorvaldsen --como harían los griegos del esplendor, los del ideal armónico, los Fidias o Polícleto-- expresa la humanidad ideal que habita en cada humano, pero en su caso con una fidelidad asombrosa y sugerente, quizá la nota más moderna --por no decir la única nota de modernidad-- de su estilo.
Thorvaldsen --a estas alturas ya es obvio-- nunca llega a la caricatura, no hay exceso en su retratar, incluso cuando podría permitírselo. Todo en él es equilibrio, y un no sé qué que llega, incluso, a inquietar. Inquietud  que ha dado pie a la, plausible, recreación contenida en el relato corto: El Busto, donde acaso pueda recoger esa impresión de forma más precisa.
Tras él, un catálogo de bustos: la Sección 3 de la obra integral, que, como es habitual, presento sistematizada de forma personal para facilitar el acceso y fomentar el interés (ya que por su amplitud podría ser inabarcable, confusa o agotadora si fuera expuesta de forma aleatoria). Esta sistematización se plasma de la siguiente manera: en una primera división distribuyo los bustos en dos partes referidas al tiempo: Históricos y Contemporáneos; dividiendo a su vez éstos en cuatro categorías referidas a la clase social de los representados: 1. Realeza, 2. Aristocracia, 3. Políticos, Alta Burguesía y Comerciantes; y, por último, 4. Artistas y Personajes de la Cultura. Espero haber acertado con ello.
Para una consulta exhaustiva de obras y contenidos referentes a Bertel Thorvaldsen recomiendo visitar la página web del museo a él consagrado, Museo Thorvaldsen de Copenhague, y al que el autor, en vida, legara toda su obra.

-o-

Thomson Henry Bonar

EL BUSTO
El coronel Bonar, gentilhombre británico adscrito a la masonería, también lo estaba al Real Servicio Diplomático de Su Majestad, el Rey Jorge III. Su esmerada y noble educación, completada en la Royal Military Academy, que incluía el estudio de los idiomas francés e italiano, además del imprescindible alemán (para el que lo ignore será bueno recordar, aquí y ahora, que la monarquía inglesa por aquellos años pertenecía a la dinastía Hannover; dinastía que tocaría a su fin apenas cien años después con la lóngeva Reina Victoria). Su gusto y valía para la carrera diplomática lo colocaron en la estratégica Nápoles durante el inicio del segundo decenio del siglo XIX. Es el momento en que la efervescencia de las guerras napoleónicas, su extensión y el agotamiento de un ejército batido sin descanso, dará paso a un epílogo que acabará en fiasco para el sueño del genial estratega galo de colocar a toda Europa bajo una misma corona: la suya.
No creo necesario recalcar que el noble oficio de la diplomacia nunca ha tenido un mayor desarrollo y consideración como en aquel tiempo en que si la supremacía militar era la que aparentemente marcaba la hegemonía y los equilibrios de poder, no es menos cierto que cuando los ejércitos se encontraban frente a frente en los campos de batalla, ya se había jugado la distribución de los contingentes --en base a trabajadas alianzas-- en los salones donde se celebraban, además de bailes galantes, meticulosos e inteligentes juegos de ajedrez políticos donde se sacrificaban peones para obtener ventajas estratégicas y se entregaban caballos o alfiles a cambio de posiciones sólidas y seguras. Quienes estaban encargados de esta difícil labor de encaje por fuerza debían poseer agudeza, perspicacia y no pocas dosis de confianza en los milagros (demasiados hilos ejerciendo sus propias tensiones hacían de la política el terreno menos previsible de todas las de por sí azarosas actividades humanas).
Ya se sabe que el Poder suele ser supersticioso por esencia. De ahí que siempre haya tenido una tendencia a asociarse con los dioses y buscar su protección; de ahí, también, la costumbre de celebrar, antes de cada gran decisión o de cada batalla decisiva, ceremonias agoreras en que se solicita el auxilio de las potencias ocultas y superiores para determinar la idoneidad o no de las fechas críticas. Es por eso, así mismo, donde hay que justificar la cercanía del poder sacerdotal al político-militar, la del brujo o el hechicero a la del jefe: se dan mutua legitimidad y apoyo.

Pues bien, quizás se deba a esta tendencia a creer en lo numinoso --que actúa incluso de manera inconsciente--, lo que llevó al Coronel Bonar a realizar aquella poco habitual petición al incipiente y ya famoso escultor llegado de Dinamarca, Bertel Thorvaldsen. El señor Bonar (con acertado buen juicio) creyó que al ser, el danés, un escultor que recién despuntaba, le sería más fácil que aceptara su extraño encargo. Además, debía ser él, pues realizaba los retratos con una verosimilitud y un realismo que a veces erizaba el vello. Ya entonces se comenzó a decir --algo que con el tiempo sería un paradigma-- que aquel notable artista lograba capturar el alma del personaje que representaba en piedra; que poseía un extraordinario don para destilar, de los hombres y mujeres que trasladaba con fidelidad absoluta al mármol, la esencia que les era única. Se creía que sus reproducciones lograban despojar al representado de toda mácula o sombra. Aquel, ya no tan joven, escultor había logrado trasnmitir a la gente la sensación de que con sus manos era capaz de ennoblecer lo innoble, de sublimar lo bello, de equilibrar lo desequilibrado, de armonizar lo inarmónico. Lo cierto es que lograba en la modelación y esculpido de sus  bustos que todo el que los contemplara no dejara de sentir una patente serenidad. Aquellos bustos emanaban el bien; y, por lo tanto, poseían la vocación de lo eterno. Se llegó a comprobar, sin ir más lejos, que allí donde un busto suyo se encontrase parecía irradiarse un aura de positividad, de tranquilidad, de calma, de apacibilidad. Lo que no sería, por ejemplo, nada despreciable para una labor tan delicada como la de las difíciles y delicadas relaciones políticas... Pero no era esta la razón --con ser poderosa-- la que impulsara a Mr. Bonar a dirigirse a Thorvaldsen. Sus razones eran más privadas, más íntimas, más personales: su hijo Thomson Henry había muerto de fiebres con apenas siete años. La alegría de su casa, el sol de su mujer, se apagó con aquella injusta e insospechada muerte. El Coronel Bonar, con el cadáver de su hijo aún tibio, mandó realizar una máscara de yeso sobre aquella carita sonrosada y aún extrañamente risueña.
Lo había meditado, barruntado, elucubrado, durante noches y al fin se decidió: le envió una petición al escultor más prometedor de Roma, a aquella especie de demiurgo del cincel, para realizar un busto, a tamaño real, de su hijo basándose en la máscara mortuoria realizada. Bertel Thorvaldsen aceptó sin pensarlo dos veces: sus manos quizá ofreciesen un leve consuelo al duelo de aquellos padres. Con esa intención fue él quien se desplazó hasta Nápoles.

Una vez allí, Thorvaldsen se imbuyó del ámbito y los paisajes que aquel niño contemplara, con los que creciera, de los que respirara. Ya sabemos que los ambientes, en cierta medida, influyen incluso físicamente en quien en ellos está inmerso. La Tierra, su fuerza telúrica, impone carácter; esto ya nadie lo duda. Eso quería experimentar aquel escultor que, sin ser un erudito, sin poseer una gran formación académica, poseía, en cambio, una gran inteligencia natural, una habilidad y destreza pasmosas para captar lo que subyace, lo más característico de un ser o de una cosa. Quizá, también, por ello se le tachase de "frío", de excesivamente clásico, de poco emocional. Pero todos, sin exclusión, acababan por admitir que sus esculturas no levantarían pasiones, pero sí las moderaba, las aquietaba, las sometía al reino de la proporción armoniosa y la contención. Era su don, y este don tenía un origen y bebía de unas fuentes: las de una Naturaleza despojada de prejuicio.
Conoció a Sir Thomson Bonar, a su entristecida mujer, a los ayos del niño Henry, a sus compañeros de juegos, a sus mascotas (un inquieto pincher alemán y un exótico loro arco iris procedente de las Islas Salomon). Paseó por las mismas calles y plazas, por las mismas sendas y jardines que acogieran los leves pasos del niño Bonar. Se sentó en los mismo escabeles en que aquél se sentara para contemplar la vida desde su perspectiva. Se asomó a las mismas ventanas desde donde los ávidos ojos del infausto  infante contemplaran la cóncava Bahía napolitana, su mar azul, la silueta doble del mítico Vesubio. Quería Thorvaldsen impregnarse de todo aquello que impregnara y modelara la mente del niño, antes de enfrentarse con la máscara donde había dejado la impronta de sus rasgos, ya relajados, sin la tensión que todo aquel ambiente había ido esculpiendo año tras año de su corta vida, cuando aún la zozobra interior no se interpone al influjo de lo externo. Todo aquello debía volverlo a colocar en su sitio, restituirlo a los rasgos irreales de un rostro privado de su máxima expresividad, la de la vida misma,  para obtener así la imagen real de quien fuera Thomson Henry Bonar.

Tras siete días de estancia con los Bonar, Thorvaldsen volvió a su taller de Roma con la máscara mortuoria cuidadosamente embalada en un cofre de palo rosa, y la imagen emocional de una experiencia prematuramente truncada cuidadosamente registrada en su alma. Con ambas comenzó su obra. Al vaciado en arcilla de la máscara, que denotaba unos rasgos nobles y suaves pero anodinos, comenzó a añadirle esa imagen recabada. Poco a poco la tierra cobraba vida, como si las manos de Thorvaldsen fuesen el aliento que se la insuflara --verdaderamente, algo de demiurgo había en él. Tras dos pruebas en yeso para contemplar el efecto en tres dimensiones y adecuarlo a la imagen que en él vibraba, realizó la copia definitiva en mármol. La primera vez que lo observó, ya acabado, no ya como el atento y laborioso escultor pendiente del detalle, víctima de su propia fiebre interior, sino como un simple espectador, distanciado pues del subjetivismo necesario del creador, no pudo dejar de experimentar en carne propia el poderoso influjo de aquel busto sobre su ánimo. No es que fuese turbador, no había nada en aquella representación que conturbara el espíritu... Se trataba, más bien de una sensación de irradiación: el niño Bonar aparecía ante él pleno de tierna vida, de frescura espontánea, de posibilidad. Sus sueños, durante el tiempo que duró la elaboración de la obra, se llenaron de sonrisas infantiles y voces desleídas en susurros de imprecisa procedencia, de estentóreas carcajadas vesubianas y rutilantes mallas azul turquesa reflejándose en los ojos curiosos de un sonriente niño rubio, de irisados loros cabalgando negros pincher que a su vez correteaban haciendo cabriolas y cucamonas alrededor de ese mismo niño sonriente.

Diez días después de haber enviado su encargo a Nápoles, Thorvaldsen recibió respuesta del Coronel Thomson Bonar. En ella lo elevaba a la categoría de ángel, enviado por el mismísimo Dios (expresión que matizaba con la debida excusa) para devolverles la imagen su hijo tal cual él fue. En la misiva le relataba también cómo el pincher no se separaba del pedestal sobre el que colocaran el busto, cómo el lorito volvió a conversar con él su docena de palabras aprendidas; y, sobre todo, cómo su mujer parecía, por fin, serenar su acongojado ánimo, y relajar su duelo. Aunque, a la vez, no dejaba de admitir una cierta preocupación, pues la madre había comenzado a hablar con el busto del niño Henry; y no solo eso, sino que parecía establecerse una verdadera comunicación entre los dos, por la actitud atenta con que ella a veces se quedaba como escuchando a su hijo de mármol.
Lo cierto es que un rayo de sol había vuelto a penetrar en su casa, y si no se oían las risas o las voces de su hijo, era porque no se ponía la suficiente atención, ya que, aseguraba, en la quietud del mediodía o durante el silencio de la noche, como traídas por un eco lejano, en las estancias por donde en vida correteara Thomson Henry, un cierto e innegable murmullo hacía reconocibles tanto unas como otras.
Concluía la carta agradeciendo su prodigioso trabajo, que ilustraba a la perfección (Dios lo perdonara)  la creación de aquel primer Adán de arcilla por Yaveh.

-o-

GALERÍA

Sección 3
Bustos

3.1. Personajes Históricos

Napoleón Bonaparte
.
Homero - Cicerón - Agripa
   
Rafael - Fibonacci
 
.
3.2.1 Personajes Contemporáneos: Realeza

Ludwig I Rey de Baviera
.
Federico VI (1) - Federico VI (2) - Federico VII (Reyes de Dinamarca)
  
Marie Sophie Frederike - Caroline Amelie - Wilhelmine (Reinas y Princesa de Dinamarca)
   
.
3.2.2 Personajes Contemporáneos: Aristocracia

Christina Alexandra Egypta Bonaparte

.
Wilhelmine Benigna Biron - Marianna Florenzi - Hermann Schubart - Jacqueline Schubart
   
Friedrich August Emil - Christian Carl Friedrich August - Jevdokija Ivanovna Golitsyna - Catharina de Brancifort
   
Giovanni Battista Sommariva (1 y 2) - Georg Wilhelm Wilding - Edmund Bourke
   
.
3.2.3 Personajes Contemporáneos: Políticos, Alta Burguesía, Comerciantes
.
Clemens Metternich
.
A. P. Bernstoff  - Friedrich Siegfried Vogt - George Hilaro Barlow - Tige Rothe
   
Familia Hope: Sir Thomas, Louise, Henry Thomas y Adrian John
   
Elisabeth von der Recke (1 y 2) - Karoline von Rehfues
  
.
3.2.4 Personajes Contemporáneos:  Artistas, Cultura.
.
George Gordon Byron (Lord Byron)
.
Jacob Baden - Ida Brun - Vittoria Caldoni
  
Vincenzo Camuccini - Horace Vernet - C.W. Eckersberg
  
.


-o-o-o-