martes, 19 de junio de 2012

El bucle de la Historia (2)





A los grandes hombres, a los hombres excepcionales,
no cabe juzgarlos (esto sólo podría hacerlo, en todo caso, un igual);
sólo es posible considerarlos como modelos: a imitar, o a rechazar.
Sobre todo y sobre nada. Héctor Amado


Tres calas en Alejandro Magno

...No están, los seres extraordinarios, exentos de sombras que la altura de sus cumbres proyectan sobre los valles. Cuanto más alto el designio, cuanto más sobrepujen las fuerzas de la tierra el destino hacia lo alto, más se alejará de la planicie. Y desde ésta , desde su perspectiva de horizonte a ras del suelo, inevitable será divisar --y padecer-- la sombra que tal altura está indefectiblemente obligada a proyectar. Pero, ay, desde la altura alcanzada, allí donde ni las nubes se atreven a merodear, conformándose con servir de algodonosa falda de la mole levantada, allí, todo es luz... y profunda  soledad. Sólo, entonces, esa altura estará amenazada por el fulgor del sol, el pálido reflejo de la luna y la escrutadora mirada de las estrellas. Esa es también su maldición: la soledad inherente a todos cuantos sobresalen del común, tanto más inmensa cuanto más sobresalgan. 
...Alejandro III, apodado el Magno, puede ser una de las figuras más fulgurantes, una de las cumbres más elevadas, uno de los hombres más propiamente denominados divinos, de la Historia. A ello contribuye no solo el imperio de su inmarcesible voluntad, sino la suerte de los elegidos (aquella que se supondría a los inmortales, hijos de dios y mortal --tal es así, que éste y no otro se llegó a creer el origen del hijo de Olimpia la epirota). Muchos son los apologetas, muchos --aunque quizá menos-- los detractores de la azarosa y trepidante vida y obra de este excepcional ser. A nadie puede dejar indiferente, y menos cuanto más se investiga en sus hechos, en las condiciones en que se produjeron, en lo que supusieron, en lo que originaron. Imposible la indiferencia ante la magnitud de sus logros y la premura ferviente con que los consiguió (cómo si fuera consciente de lo efímero de su reinado, como si hubiera sabido, desde el inicio, que su vida sería corta pero incomparablemente fabulosa). Con él cambió la faz del mundo entonces conocido; en tan sólo 33 años de vida, en tan sólo 13 de reinado, consiguió lo que, primero como República (hasta Julio César) y después como Imperio (con Augusto), Roma (heredera del testigo macedonio) tardaría más de cinco siglos en lograr; y aún así, la frontera oriental de aquel vasto imperio alejandrino permanecería inalcanzable para aquélla (bien que para Alejandro lo sería la occidental, aunque en su favor diremos que tampoco lo intentó). Lo temprano de su muerte (es tan absurdo especular con ello como lógico que se haga; pues si alguien, alguna vez, ha tenido un Destino --uno así: con mayúsculas-- escrito en las estrellas, ese fue Alejandro III de Macedonia) nos privó de saber qué hubiera sucedido con las expediciones preparadas para circunnavegar la costa arábiga y africana, ésta tanto en dirección Sur y como Oeste --donde se habría producido el choque con dos potencias emergentes que entonces se disputaban esta parte del mundo: Cartago y Roma.
.
...Antes de entrar en las tres calas que darán una visión del Alejandro más ejemplar en las menos extraordinarias de sus virtudes, las menos espectaculares y decisivas, quizá las más anecdóticas, pero también las más humanas, aquéllas que más nos pueden interesar para ilustrar este bucle de la Historia que da en repetirse para bien de la humanidad, antes de eso, digo, bueno será hacer constar algunos datos que, con brevedad, nos pongan delante y nos sitúen la figura del eximio macedonio. 
Alejandro nacería en una época de interregno en que la hegemonía ateniense, la gran época de Pericles, acosada por la política expansiva del Imperio Persa, por un lado, y la sangrante disputa interna entre Atenas y Esparta, sustanciada en la Guerra del Peloponeso, por otro, estaba en decadencia. Las principales regiones de la Hélade: Atenas, Esparta, Tesalia, Macedonia, las colonias de la costa asiática del Egeo, con sus principales núcleos urbanos constituidos en ciudades-estado (Atenas, Tebas, Corinto, Argos, Éfeso, Mileto, Halicarnaso), padecían un constante conflicto agravado por la ingerencia, siempre presente, de los avisados persas. A todo esto, un estado alejado del núcleo de la refriega, Macedonia, bajo el reinado de Filipo II --un excepcional hombre de armas--, comenzaba a cobrar importancia. Apoyado sobre todo en su poderío militar, desde el norte progresó como una marea impetuosa hacia el sur ofreciendo "sus servicios" para imponer la paz. Algo que conseguiría bajo la denominada Liga de Corinto, por la que se le concedía capacidad y mando para llevar a cabo una política de pacificación (aquél que se negara a ella, Filipo y sus macedonios, a modo de policía de fronteras, en nombre de la Liga, acudiría para hacer entrar en razón al díscolo), además se le otorgaba el mando sobre la salvaguarda de la Hélade, ante la siempre taimada y aviesa política de sus enemigos acérrimos: el fabuloso, lujoso e inmenso Imperio Persa, que imponía su poder desde el Mediterráneo hasta las estribaciones del Hindu Kush y la India.

...Un Alejandro de 12 años, ejerciendo de regente mientras su padre, Filipo, andaba de campaña --imponiendo la paz--, conocería a los enviados de la corte persa, a los que impresionaría por su agudeza y curiosidad nada propias de un chaval de su edad. Alejandro, ya en aquella temprana relación con la magnificencia irania, comenzó a gestar planes para, un día, conocer más de cerca aquel fabuloso imperio (con el tiempo, ese ansia de conocimiento se tornaría ansia de conquista). Su infancia, pero más su adolescencia --por mejor conocida--, está sembrada de hechos que anunciaban ya el carácter singular del personaje. La doma de Bucéfalo, a los 13 años, fue una de ellas (ya tratada aquí anteriormente, en forma de romance), que propiciaría aquella frase atribuida a su padre, Filipo: "hijo mío, búscate un reino a tu medida porque este se queda pequeño para ti" (el hijo debió tomarla literalmente, y, nada mezquino con su propia valía, años más tarde determinaría que el "reino a su medida" debería ser muy, muy, grande). Su esmerada educación bajo la tutela de Arsitóteles, que influyó en él más de lo que comunmente se piensa, sería la necesaria contrapartida intelectual y apolínea a una voluntad en exceso apasionada y dionisíaca (contagiada por la órfica de su madre, Olimpia), se revelaría, además, determinante para dotar a su espíritu de la amplitud de miras y a su pasión del necesario dominio (dominio que solo perdería ocasionalmente al final de su vida, asediado por las conjuras y la desconfianza a la que lo empujaron sus mismos hombres, incapaces de valorar la magnitud real e intemporal del Jefe que tenían). Prueba de la precocidad de su inmensa capacidad estratégica y galvanizadora de almas, fue la Batalla de Queronea: con dieciocho años detentaba ya el mando de la eficaz y poderosa caballería de élite del ejército macedonio, los hetairoi. Con ella, en un derroche de arrojo inteligente y un desprecio de la muerte proverbial, masacró al temible Batallón Sagrado tebano, uno de los más formidables cuerpos de ejército que en aquel entonces existían (se decía que su fama de inexpugnable le venía por estar constituido por parejas sentimentalmente comprometidas, lo que daba un empuje extra a su ferocidad y entrega). Esto le sirvió para concitar entre el ejército un aura de magia y asombro que ya nunca le abandonaría. Cuando, tras problemas habidos con su padre en los que se ponía en entredicho su derecho al trono, fue exiliado de las fronteras de su patria, marchó al norte con sus fieles (los Compañeros, un selecto grupo de hetairoi, y unos cientos de guerreros más, entre arqueros e infantería), y allí guerreó contra las tribus norteñas (celtas y escitas) que amenazaban aquellas fronteras, obteniendo sonoras y "publicitarias" victorias. Es preciso consignar aquí también que Alejandro concebiría su destino, sobre todo, lejos de la influencia de su madre, que si bien quería lo mejor para él (el trono) no dudaba en emplear todos los medios a su alcance para conseguirlo (incluido, pudiera ser, pues no hay nada probado, el tramar la muerte de su esposo, antes de que creciera el hijo éste y la nueva esposa macedonia, con quien se casaría tras repudiarla a ella -y que fuera el origen del desencuentro entre Filipo y Alejandro). Sólo cuando Alejandro estaba lejos de su madre concebía la medida exacta de su fuerza y su destino. Sólo cuando, allí, en la soledad de la cumbre inaccesible, se quedaba mirando las estrellas o el sol, de frente, sentía latir en sus venas y germinar en su alma el destino que aquellas mismas estrellas, aquel mismo sol, habían concitado para él. Poco importa si Alejandro era plenamente consciente de la artificiosidad con que se lo consideraba hijo de los dioses; en un pueblo como aquél, en que los dioses estaban presentes de forma cotidiana en la vida de los seres, ser considerado hijo de ellos era tanto como decir ser contemplado como poseedor de las dotes de excepcionalidad, de lo humanamente excelso, inalcanzable para el resto de los hombres. Y en esto, los que así lo concebían, no se equivocaban un ápice. Y él no podía actuar de otro modo que dando cuenta de ello, justificándolo con sus acciones.

...Gran estratega, genial estadista, implacable guerrero, inteligente en cuanto emprendía, apasionado cuando lo emprendía, no lo detendrían ni las flechas, ni las espadas, ni la impaciencia, ni los elefantes, ni las conjuras, pero sí lo detuvo la oposición de los suyos, sus compatriotas, a seguir guerreando cuando cruzaron el Indo. Hartos de estar fuera de casa, tras doce años de guerra sin tregua; no entendían que para  Alejandro no había más casa que el mundo, y él quería hacerlos dueños del mundo, habitantes del mundo, sin la estrechez y la limitación de los muros de un hogar. Pero se equivocó, aquí se equivocó: sus hombres no eran como él , salvo quizá unas docenas: Hefestión, su gran amigo --y parece que amante--, Ptolomeo --posiblemente su medio hermano--, algunos generales más, y con toda probabilidad, como ocurre siempre con lo anónimo, gente anónima que lo siguiera desde Grecia durante todo este tiempo y que creía más en él que en lo que dejaron atrás). Finalmente, con obviedad no exenta de duda, a su cuerpo mortal --decisivamente mortal-- lo detendría la muerte, porque lo que es su espíritu a partir de esa muerte física no dejo de crecer y expandirse, tanto como conciencias supieron --y sabrán-- de él. E influenció a genios que quisieron emularlo, que buscaron en él al modelo a imitar, que lloraron por no poder ser lo grandes que él fuera (César, Napoleón). Sé que habrá quien critique todo esto, que tendrá otra perspectiva más pacifista de la vida. Pero no olvidemos que hablamos de la Historia que fue, la real, no de utopías, no de deseos, sino de realidades; felizmente, de realidades.
.

...Las expuestas seguidamente son tres de esas modestas realidades que jalonarían la vida de Alejandro. Acaso no sean sino detalles anecdóticos en su densa aunque corta biografía, pero detalles aleccionadores después de todo, destellos con la carga sugerente de los reflejos adamantinos.


Amistad y confianza
...Alejandro ya había vencido en las orillas del Gránico a un ejército persa al mando del mercenario y capaz general rodio Memnón, y se encontraba reconociendo el terreno aledaño a las Puertas Cilicias que era lugar obligado para penetrar en el Imperio Persa por el Oeste. Tras toda la mañana cabalgando, en un día caluroso, llegaron a las riberas del Cidno, un torrente de montaña que allí adquiría caudal de río. Por hallarse cercano a su cuenca de recepción, la estribaciones de la cordillera del Tauros, sus aguas bajaban especialmente gélidas. Alejandro, que gustaba de bañarse varias veces al día, no dudó un instante en penetrar en la corriente para refrescarse y realizar unas abluciones rituales a los dioses (otra característica de Alejandro era que no comenzaba un solo día de su vida sin dedicar ofrendas y oraciones a los dioses --hay quien dice que era un detalle más de su sapiencia, pues este respeto litúrgico --la asunción y observancia de la religiosidad presente en la cotidianeidad de aquellos hombres de entonces-- contribuía a estrechar aún más la fe de los suyos, al sentirse en constante unión con sus dioses, es decir con las fuerzas primordiales y sobrenaturales. No creo necesario subrayar la importancia de este dato para gentes cuyo oficio era jugarse la vida). A resultas del baño Alejandro cayó gravemente enfermo, con convulsiones y espasmos. Mandó llamar a su médico personal, Filipo de Acarnania, al que tenía en gran estima --debía tenerla para poner la vida en sus manos cuando era herido--. Al mismo tiempo (quizá el mismo día), Parmenión, el gran general de su padre y decano de generales, le hizo llegar una carta en la que, de manera anónima, se le decía que desconfiase de su médico Filipo, pues estaba comprado por los persas para, a la menor oportunidad, acabar con su vida. Es curioso cómo la vida, la vida real, prepara a veces coincidencias que ni la imaginación más calenturienta podría concebir. Ésta es una de ellas: en presencia del Estado Mayor, un selecto grupo de generales y amigos, al tiempo que el médico le ofrecía un brebaje para combatir la fiebre y el estado de congestión pulmonar que padecía y que amenazaba matarlo, Alejandro entregó a Filipo la misiva delatora. Parmenión esperaba la inmediata detención del médico, pero, ante su sorpresa (y la de todos posteriormente, cuando supieron qué decía el escrito), mientras el médico paseaba su mirada por aquella nota difamatoria, Alejandro procedió a beber el remedio ofrecido por Filipo; y así, mientras el uno leía, el otro bebía. Con ello demostró Alejandro tres cosas: la fe que tenía en sí mismo al elegir a las personas de confianza, el profundo sentido de amistad que era pilar fundamental en la relación con sus hombres --y entre ellos, su médico--, y la ausencia de temor o la más mínima concesión al miedo o la duda, siempre contagiosos. Ni qué decir tiene que el amigo y buen galeno se quedó: primero, lívido al leer aquello; y después, rojo de cólera contra quien hubiese sido autor de tal falsedad. Probablemente, si Alejandro hubiera desconfiado, si no hubiera bebido aquel brebaje, si hubiera mandado ajusticiar a su médico (tardó aún dos días en recuperarse, pero no dejó, en este tiempo, de seguir las prescripciones de Filipo), el Imperio Persa se habría salvado, que muy probablemente era lo que buscaba la taimada nota difamatoria. Mas Alejandro confió, no dudó, se puso en manos de sus amigos, de los suyos, algo que no caería en saco roto, pues eso implicaría una mayor confianza de aquéllos en su jefe natural y un estrechamiento de sus ya de por sí estrechos lazos con la autoritas que Alejandro emanaba. Éste se acabaría reponiendo totalmente, tras lo cual comenzó los preparativos para la siguiente cita con la Historia y con Darío III Codomano: Issos sería el lugar elegido.


Valor y determinación
...Alejandro, en el tiempo de esta cala, había realizado ya las más sorprendentes conquistas, habiendo derrotado a Darío en Issos y Gaugamela, llegado hasta el Hindu Kush, casado con Roxana (princesa bactriana), derrotado a Poros, el inmenso rey indio al mando de un ejército de elefantes, rendido la fortaleza de Aornos, encaramada a una roca inexpugnable, discutido con los brahamanes oponiéndoles filósofos cínicos, y sufrido la peor derrota que podría concebir: la negativa de su ejército, en asamblea, a seguir más adelante (una vez convencidos que el gran mar no se encontraba cerca y que por medio había ejércitos aún más formidables que los ya derrotados). Alejandro, consternado se encerró durante seis días, sin querer hablar con nadie (quizá, durante esos seis días, dialogara con los dioses, o los espíritus de aquellos que le precedieron, o de los que perecieron por su espada, quién lo sabe). El caso es que accedió, pero les rogó atendieran un último deseo que les colmaría a ellos de un mínimo resquicio de justificación y dignidad (no se rendirían en su empresa, sino que no habiéndose fijado de antemano un objetivo ni alcance concretos, se daría por terminada hacia esta parte del mundo), esa petición fue la de no volverse por el mismo camino que habían traído, sino virar hacia el sur siguiendo la corriente del Indo hasta su desembocadura, y, una vez allí, volver por la costa hacia occidente hasta alcanzar Babilonia; desde aquí podrían volver a casa los que así lo quisieran. El ejército lo vitoreó, nadie se opuso a esta alternativa que, al fin y al cabo, los dejaba a salvo el orgullo. Lo que no sabían era lo que aún les esperaba. Primero debían cruzar las regiones de los Malios y Oxídracos, pueblos guerreros y aguerridos, después llegar hasta el mar y desde aquí... pero eso es otra historia que contaré como parte de la tercera cala. De momento nos detendremos en territorio malio donde encontrarían tenaz resistencia; tanta que, sitiada la ciudadela capital de la región (Multan), parecía imposible domeñarla. Una tras otra, las acometidas de los hombres de Alejandro eran rechazadas. No podía compararse este sitio con los mantenidos doce años atrás en Tiro, Halicarnaso o Gaza, que tardaran meses en rendirlos ayudados de terraplenes y sofisticada maquinaria de guerra de asalto. Pero aquí, tras doce años de guerra, cansados (sobre todo mentalmente), hasta cierto punto desmotivados, los guerreros carecían de la determinación que antaño los llevara a derrotar a enemigos mucho más numerosos y rendir fortalezas inexpugnables. Alejandro era consciente de ello: veía que sus hombres se mostraban remisos. Hacer ver esta debilidad podía ser fatal para su futuro, se correría la voz como el viento y allí donde fueren encontrarían aún mayor resistencia, y hasta es posible que territorios ya sometidos no dudaran en levantarse contra el macedonio debilitado

[Aquí un inciso: a pesar de no necesitarlo, Alejandro, en este momento seguía combatiendo en primera fila, seguía comandando su batallón de los Compañeros --caballería selecta de los hetairoi--, y con ellos actuaba de manera decisiva bien como martillo (la falange macedonia sería el yunque) en las batallas campales, bien como punta de lanza de las algaradas cuando debió adoptar el sistema de guerra de guerrillas contra aquellas tribus dispersas y desorganizadas --aunque feroces y belicosas--. Por entonces, a Alejandro, en su mismo ejército (incluso por parte de los generales de mayor edad, servidores con su padre) se le cuestionaban decisiones que le hacían parecerse más a un persa que a un macedonio. Su gusto por el amplio y lujoso atuendo medo que incluía el pantalón, los baños perfumados, la proskynesis -el saludo ritual, rodilla en tierra-, el integrar en el mando y las secciones del ejército a los conquistados, dándolos mando y confianza,... en una palabra, ante lo que se consideraba un ablandamiento de la austeridad macedonia. Alejandro oponía el estar siempre allí donde debía, según él, estar: en primera fila, arengando y comandando a los suyos. Es proverbial, también, y en esto todas las fuentes se ponen de acuerdo, el desapego material que poseía. Como él mismo decía: todo lo que tenía era para los suyos, a él le bastaba su gloria y el cariño de sus hombres. En esta época ya se habían dado algunos de los sucesos que podríamos calificar como "sombras" en su vida. Ahora no voy a  adelantarlos porque serán motivo, más adelante de otra entrada. Pero quede, aquí y ahora, dicho.]

...Viendo Alejandro que su ejército era rechazado una y otra vez y que la moral comenzaba a resquebrajarse (sus hombres probablemente sí se habían ablandado), en uno de esos arrebatos suyos --muy meditados y producto de la reflexión-- echó mano de una escala y apoyándola en la muralla de la ciudadela subió a lo alto seguido por tres escuderos: las flechas arreciaban, los enemigos arremetían; ya arriba los cuatro, la escala se rompió, quedó Alejandro en lo alto de la muralla con sus escuderos blandiendo espada y lanza, no lo dudó, se lanzó dentro de la ciudadela. Sus hombres, contemplando atónitos la determinación de su Jefe, al verlo desaparecer tras los muros reaccionaron: los que se mostraban remisos renovaron el ímpetu, los que esperaban, contemporizadores, dejaron de hacerlo, todos se lanzaron resueltamente hacia el lugar por donde su Jefe, su amado Jefe, había desaparecido. Adentro, en la parte interior de la ciudadela, Alejandro derribaba uno tras otro a cuántos le salían el paso, sus escuderos lo protegían de las flechas: Abreas, que portaba el escudo de Aquiles cogido por Alejandro en el mausoleo que éste tenía en Troya, fue herido y muerto, el escudo cayó de sus manos desprotegiendo a su jefe, ocasión que aprovechara un arquero para enviarlo una flecha (aquellas flechas horrorosas de dos pulgadas de ancho de aguzado hierro en la punta) que se ensartó en su costado por debajo de la clavícula y de la malla, Alejandro, atrozmente herido, cortó el asta de la flecha y siguió manejando la espada, matando al arquero que se acercó a él con intención de asestar el golpe definitivo, mas el dolor y la pérdida de sangre lo doblegaron, se le nubló la vista y desfalleció; Peucestas y Leonato, los otros dos escuderos, protegieron su cuerpo. A todo esto los macedonios ya habían saltado las defensas, ciegos de furor iracundo creyendo a su jefe muerto masacraron a los defensores; la ciudadela malia cayó y fue borrada del mapa. Alejandro no moriría tampoco esta vez. Nadie se lo explica, nadie sabe cómo pudo sobrevivir a tan horrible herida: la flecha atravesó el pulmón, estaba alojada en su tórax. Según cuentan las crónicas (Quinto Curcio, Arriano, Plutarco), cuando recuperó el conocimiento, él mismo aconsejó a sus cirujanos le extrajesen la punta clavada a pesar del riesgo que eso suponía de morir por la hemorragia subsiguiente; mientras lo extrajeron Alejandro no emitiría el más leve quejido; una vez la punta fuera volvería a desmayarse. Estuvo entre la vida y la muerte seis días. Al cabo de los cuales, aún muy débil, tuvo que mostrarse ante su ejército, pues entre sus filas corría la voz de su muerte y que los generales la ocultaban por evitar el pánico o la desbandada. Es posible que el júbilo de sus hombres al verlo vivo fuera más provechoso remedio que las medicinas aplicadas a la herida. La moral del ejército se vino arriba. Si en las últimas semanas la sensación de derrota parecía contagiarse entre aquellos hombres que habían forzado a su rey a volver, este hecho sirvió para borrarla de un plumazo. Su Jefe seguía como el primer día, jugándose la vida por ellos, por su honor, por su dignidad. No sería la última vez que lo hiciera.


Abnegación
...Llegados al mar, el genio de Alejandro determinó dividir sus fuerzas para emprender el retorno, por la costa, hasta Babilonia. Ciro el Grande, el creador del Imperio Persa, a quien Alejandro admiraba (tanto que mandaría ejecutar al gobernador --macedonio-- encargado de custodiar su tumba, ya que en vez de atender a su obligación decidió saquearla), había acometido esta peligrosa empresa, que por poco le cuesta la vida, hacía un siglo: atravesar el inhóspito y temible desierto de Gedrosia, una extensión enorme de arena, piedras y rocas, terreno en extremo árido exento de fuentes de agua potable y aprovisionamiento. Un reto a la medida del Gran Macedonio. Crátero, amigo personal y el primero en la escala del mando, tras Alejandro, se encargaría de ir hacia el interior con el grueso de ejército y gran parte de la ciudad ambulante que los seguía para proveer sus necesidades. Allí debía marchar paralelamente al mar, pero por terreno del que podrían aprovisionarse. Ocasionalmente podrían acudir en ayuda del cuerpo de ejército que comandado por Alejandro emprendería el mismo camino que su admirado Ciro un siglo antes: a través del desierto. Nearco, almirante de la flota, bordearía la costa por el mar; también podrían subvenir las necesidades del ejército de Alejandro en caso de necesidad. Las cosas se confabularon a la medida de la empresa y del emprendedor: cuando llevaban días de travesía del desierto, los víveres a punto de acabarse, ya sin agua, enviados los exploradores al interior, a la busca de Crátero, por un lado; y hacia el mar, de Nearco, por el otro; aquellos volvieron sin haberlos encontrado (no calcularon, por inexploradas, que las tierras fértiles se alejaban cada vez más del mar y que unas cordilleras montañosas se interponían, por lo que las fuerzas de Crátero tuvieron que dar un rodeo, alejándose cada vez más del cuerpo central, el de Alejandro. Por otro lado, Nearco había sufrido una tormenta que lo obligó a acercar la flota a la costa y resguardarla en una rada: quedaron bastante por detrás de Alejandro. Fueron días penosos; muchos murieron por deshidratación. Al cabo, cuando ya, meros autómatas, caminaban sin esperanza ni desesperación, los últimos exploradores enviados por delante regresaron alborozados jaleando el "alalai, alalai" de guerra. Habían llegado al fin del desierto, a un día de camino aún, pero ahí estaba. Estos exploradores venían con el agua justa para volver a conectar con su ejército, no obstante, llenaron un casco y se lo ofrecieron, como si de una crátera de campaña se tratase, a Alejandro. Éste, agradeciendo el gesto de aquellos hombres y ante las miradas sedientas de todo el ejército que le había acompañado hasta allí, elevando en alto el casco para que todos lo vieran derramó su contenido en la arena, diciendo: "Hasta que último de mis hombres no haya bebido, yo, Alejandro, no beberé". Otra vez aquel grito de júbilo, que tan bien conocía el Magno, atronó como un aleluya en las gargantas resecas. Sus hombres recobraron el vigor perdido. Al día siguiente todos estaban celebrando el fin de aquella misión, y festejando a su Jefe, el más grande que cualquier reino pudiera concebir.
...

...Hasta aquí las tres calas. Sé que algunos pudieran esgrimir episodios de la vida de Alejandro no tan luminosos ni ejemplares como éste. Lo sé, los hubo, los conozco, el tiempo llegará en que dé cuenta de ellos. Ahora tocaba dar cuenta de tres detalles que nos presentan, no ya al Alejandro hombre más que hombre, al sabio estadista, al general sagaz, al invencible guerrero; sino, también: al amigo insobornable, al jefe valeroso, al líder abnegado, al ser que es capaz de echarse sobre las espaldas los designios de su pueblo, al hombre que creyó que el hombre puede compartir con los dioses la estimación, el respeto y hasta la adoración, sin abjurar de su esencia humana. Alejandro, en estos detalles, demostró que sólo el hombre está a la altura de sus sueños cuando se atreve a ser aquél que se sueña, y sueña que lo imposible es posible. 
...Soy de los que piensa que Alejandro fue el primer utópico del ecumenismo, quien intentara por primera vez la unificación de todos los hombres, a quienes creía iguales (se me dirá que esto no debe hacerse por la fuerza, pero seamos sensatos, señores, y pongámonos en aquel tiempo); él mismo no dudó en admitir costumbres de sus conquistados, casarse con sus mujeres, castigar a sus hombres si violaban leyes de los territorios conquistados, etc. (y eso que para Aristóteles los persas eran bárbaros, en modo alguno equiparables a los griegos. En esto, Alejandro iría más lejos que su maestro). Ni siquiera poseyó fortuna personal. Sus generales vivían con más lujo que él. No dudó nunca en dar la vida por sus sueños, pero tampoco por sus hombres. Como el mismo diría en uno de sus famosos discursos/arengas: "podéis ir con la cabeza muy alta pues todas vuestras heridas las habéis recibido de frente", subrayando con esto que nunca habían tenido que dar la espalda (retirarse, huir, ser derrotados). Por si fuera poco, en sus batallas, las bajas propias siempre eran exiguas en comparación con las del enemigo... Pero estas cosas, como anteriormente he señalado, son motivo para otros espacios. Quedémonos con el retrogusto que lo dicho hasta aquí nos pueda dejar, y, lo más valioso de todo: la conducta de este hombre en los momentos críticos y su equiparación con tantos momentos de nuestra reciente historia: tiempos de avestruces e hipopótamos, de chacales y de cuervos, de camaleones oportunistas y de gallinas en serie, de cerdos cebados y de borregos autocomplacientes. Sí, ya sé, se aducirá que Alejandro fue el más singular entre hombres singulares , el más excepcional entre una casta de hombres excepcionales, alguien fuera de lo común que supo concitar y estimular lo comunmente extraordinario de los hombres comunes, y que, por fin, no estamos ya en tiempos de conquista (¿estamos seguros de ello?). Pero el bucle sigue actuando, cerrándose una y otra vez sobre sí mismo. El ser humano sigue siendo ser humano... ¿Habrá perdido la capacidad para creer en su destino? ¿Habrá dejado de soñar? ¿De creer en la posibilidad de hacer realidad sus sueños?.

El Imperio de Alejandro y la ruta seguida por él 

-o-o-o-