jueves, 4 de julio de 2013

Relatos de Julio 2013 (1). El Crimen (II) - GALERÍA: Edward Hopper (3)





El asesino, por definición, está expuesto al sentimiento de culpa y al remordimiento.
El criminal, en cambio, que no actúa con alevosía, considera su acción 
como un accidente más de la existencia. Siendo un ser amoral,
no está expuesto a la duda ni a la traición de su conciencia. 
Pensamientos Horribilis. Héctor Amado

Se considera, tradicionalmente, que hay una cierta grandeza de alma
en quien arriesga su vida y mata por una causa tenida por justa:
a éste se le aclama como héroe, pero más que por poner su vida en juego,
por poseer el valor para quitar la vida a los demás.
La fortaleza de un alma civilizada se mide por su capacidad,
en un momento dado, para alzarse sobre toda consideración moral establecida,
y por su singular disposición para salvar la contradición que supone
violar el más solemne de los interdictos: no matarás.
Esto es en realidad lo que le convierte en héroe:
para el sujeto moral es más difícil matar que morir. 
Pensamientos Horribilis. Héctor Amado


El Crimen
(II)

III

.....Un crimen que necesita razones para ser cometido, no es crimen, es asesinato, y como tal debe de ser juzgado. El asesinato contraviene la norma, fundada sobre la razón y la paz del bien social; el crimen está al margen de ella: más allá de la razón, antes que la razón, fuera de la razón. Por ello el asesinato puede juzgarse, el crimen no. Hay en el asesinato voluntad de matar, alevosía, intención; en cambio el crimen se manifiesta como lo hace la noche o el día, como se levanta el viento o cae la lluvia. Por esto mismo, en el criminal y en el asesino la conciencia se implica de distinta manera, sufre la acción de diferente forma: mientras sobre el uno siempre se cierne la sombra de la culpa; en el otro no existe tal sentimiento, no menos que el que le reporta comer cuando tiene hambre, beber cuando tiene sed o dormir cuando siente el sueño. El asesino incidental --que sería algo así como un criminal por accidente-- o por obligación (sea ésta producto de las circunstancias o de las órdenes), siempre está expuesto al juez más impasible, al más despiadado, al más riguroso: la propia conciencia, donde se asienta el tribunal del ser social de la especie en forma de hierro marcado a fuego por la costumbre, la incrustación moral y la educación. Después, y a consecuencia de este juicio previo (donde el sentimiento de culpa se adueña de la conciencia), se deseará ser juzgado por esa ley que se ha violado. Sólo así el asesino espera expiar la culpa, la que le martillea constantemente, sin descanso, día y noche (pues ni en sueños se libra de su acción recriminatoria y censora; es más, los sueños son de hecho peores que la vigilia, más incisivos y crueles, ya que allí, en la región de lo onírico, no existen las barreras de seguridad que la razón levanta, y uno es víctima de lo irracional que no puede soportar), sólo así, condenado por el tribunal externo, el asesino espera recuperar la paz interior para poder dormir tranquilo... y redimido (redimirás tu culpa por medio de tu penitencia).

.....Arrepentirse es abjurar del monstruo que se lleva dentro, ése que ha asomado convirtiéndote en simulacro de criminal. Al abjurar del asesinato lo conviertes en accidental, lo catalogas de patológico, producto de la enfermedad transitoria que te ha hecho contravenir la ley más sagrada. Sólo así podrás redimirte, sólo así podrás ser, y sentirte , una vez cumplida la pertinente condena, perdonado.
.....Pero en el auténtico criminal la conciencia no funciona como juez, o, si lo hace, es desde otros presupuestos, desde otro marco legal. La conciencia del criminal está liberada de ataduras morales, por eso es tan peligrosa (para lo social, para la convivencia). Al no regirse por la razón común (ni por el sentido común), ésta no puede hacer nada contra él. No se puede utilizar siquiera ese gran disuasor que es el miedo, la prevención, como coacción; tampoco el castigo. Liberado de las ataduras que a todos, invisibles, atan, el criminal no temerá a la muerte, porque una condición sine quanon para que un criminal sea auténtico, es su total desprecio a la muerte. Al igual que no espera ninguna recompensa por sus actos (en otra vida), más que la experimentada en el momento de actuar, o la derivada de la afirmación de su poder, tampoco temerá la represalia a causa de ellos. Consecuente con sus acciones pues, se siente enteramente responsable de ellas, o, mejor dicho, no se siente culpable en absoluto, pues no hace sino actuar tal y como le dicta su naturaleza, no condicionada por normas o leyes morales.

.....Es curioso cómo para la religión cristiana el pecado original no fue el crimen, sino la desobediencia a Dios (que prohibió al ser humano comer el fruto del árbol del conocimiento -del Bien y del Mal-, lo que le ocasionaría a la postre la conciencia de culpa. Más que una prohibición pareciera haber sido una admonición: "mira de no comer los tentadores frutos de este árbol que se yergue en el centro del Paraíso, porque si lo haces te convertirás en un ser moral"), y que entre sus mandamientos no figure en prime lugar el "no matarás", viéndose éste precepto relegado hasta el quinto lugar. Los tres primeros están consagrados al reconocimiento y la adoración de la entelequia llamada Dios (autoridad divina, de la que emana toda moral), y el cuarto al respeto debido a los ancestros (el padre, la madre, la tribu, la tradición; la autoridad humana, a fin de cuentas). En esta curiosa y arbitraria disposición está la justificación de tanta barbarie cometida impunemente en nombre de Dios. Fijada en la conciencia con un triple clavo la preeminencia de la autoridad divina, y remachada con un cuarto que es la autoridad de la sangre, de la ascendencia, de los mayores, con esta disposición, con este ordenamiento de los preceptos que conforman la Ley, se dan cuatro salvedades para saltarse el quinto, y así se hizo en el pasado, en las guerras de religión, en la represión inquisitorial, en el sometimiento a la Norma (sustanciada en la Ley). Pero estas salvedades no promueven a verdaderos criminales (aunque favorezca el florecimiento de algunos monstruos, debido a la coartada legalmente ofrecida), sino a circunstanciales asesinos, y, muchas veces, verdaderas víctimas que ya nunca podrán recuperar la pureza de su condición previa a toda moral (paradisíaca, inocente), siendo por tanto, a partir de entonces (tras convertirse en asesinos), y per saecula saeculorum, rehenes de sus creencias, de la Ley Divina interiorizada en su conciencia.

.....El verdadero criminal, deducimos, es infrecuente, una singular rareza: un Jack El Destripador, un Hannibal Lecter, una Elisabeth Báthory... pero en ningún caso todos esos nazis que asesinaron por una falaz ideología que mezclaba símbolos atávicos con un vengativo ajuste de ficticias cuentas; aunque entre ellos sí hubiese (como en el caso de la excusa religiosa), al amparo del levantamiento de la veda, algún auténtico criminal. El criminal que lo es no obedece nunca a razones superiores (ni órdenes de sus superiores) para cometer el crimen. No las necesita. Eso ya le descalificaría como criminal, convirtiéndole en vulgar asesino.
.....El criminal, que lo es del modo más puro, no mata por simple placer (no es un mero goloso del asesinato), sino que siente placer cuando mata, sobre todo al principio, las primeras veces, cuando la sensación de libertad es mayor (pues el hacerlo -el matar- lo experimenta como un romper las cadenas morales).
.....El verdadero criminal abomina del orden, de lo previsible, y ama el caos, le seduce el abismo, con el que coquetea.
.....El criminal auténtico es un Walenda de la condición humana, es consciente del abismo que se abre a los pies de la existencia, y prescinde de subterfugios (de red) para cruzarla. Porque la cruza, diariamente, sintiendo la llamada del abismo a cada paso, que hasta él llega como canto de sirena... Y hacia él va sin ataduras, porque no teme las rompientes. Es más fuerte en él, más poderosa, la necesidad de placer, de embriaguez, de un sentimiento integral de la vida que no admita recortes ni cortapisas: es más determinante en él el sentimiento de libertad.
.....El verdadero criminal experimenta, ante todo, cuando descubre en su interior esa naturaleza amoral en que se funda su ser, un supremo y especial goce en matar primeramente en sí mismo al ser apocado y miedoso que la sociedad y la educación han podido hacer de él, al sometido por leyes que no entiende y al sojuzgado por una naturaleza artificiosa que entiende menos aún.
.....El criminal auténtico es, resumiendo, cuando se revela y es consciente de su poder, lo más parecido a un dios.


IV
.....Una vez comprobó que todo estaba en orden, que no dejaba ninguna huella delatora tras él, recogió las cuatro cosas que formaban su exiguo equipaje y se dirigió a la estación. Allí cogería un tren que lo llevara lejos. Por más seguro que uno esté, por más convencido de que nadie pueda relacionarlo con el crimen cometido, nunca se sabe, es mejor poner tierra de por medio, cambiar de vida, de ambiente, de compañía. Para esta huida es preferible tanto una gran urbe, que encubre el anonimato, como una pequeña aldea, un pueblecito de esos que suelen ser visitados habitualmente por viajeros, o turistas, gente de paso que busca tranquilidad. Si el criminal no es un asesino, sino que es un criminal auténtico, cualquiera de los dos lugares le servirán, pues será capaz de seguir viviendo como si nada (como si nada excepcional hubiera ocurrido, quiero decir); pero si el criminal es un homicida, un asesino, preferirá la gran urbe, llena de ocasiones para distraerse, para enajenarse, para huir de su conciencia culpable, para embotar los sentidos y obnubilar la mente. El criminal en cambio, es decir, nuestro protagonista, se encontrará a sus anchas en un lugar tranquilo, gozando de su sensación de absoluta libertad, libre de culpa por tanto; incluso es posible que esa tranquilidad la emplee para meditar sobre la víctima, hacerla un íntimo homenaje, resucitarla en él --su verdugo-- para ponderar su vida, si es que la conoció, o para recrearla o imaginarla, si le fue desconocida. De cualquiera de las formas, este acto de resurrección en la conciencia no culpable del verdugo no deja de ser un reconocimiento a la vida segada, a lo que en ella hay de propio; es por tanto un homenaje a la especie: la vida arrebatada ya forma parte del ejecutor, que se sentirá así enriquecido con ella (como les sucede a los guerreros de esos pueblos que beben la sangre o comen el corazón de sus víctimas para asimilar de ellas lo que ellas fueron; por lo que cuanto más valiosas, cuanto más valientes, más inteligentes o más sabias sean, mejor, pues mayor será el provecho de su asimilación).
...

.....La conoció por azar. No la buscó, por lo tanto no se le podía considerar un asesino, y menos uno de esos tildados técnica, analógica y no por ello menos equivocadamente, de asesinos en serie. Estaba sentada en el fondo del bar. Miraba y bebía, probablemente un whisy. Era una mujer rubia, bella de cara, de edad indefinible pero dentro de la difusa horquilla de la madurez (lo mismo podía estar rayando la treintena, que estar a punto de cumplir los cuarenta). Él (es decir, yo) acababa de entrar y se había acodado en la barra. Afuera hacía un calor ya tórrido pese a ser sólo junio. Posiblemente se trataba de una de esas olas de calor que anticipan un verano inclemente. Pidió un combinado, un gin tonic (se había vuelto a poner de moda, y lo había hecho de la forma más floreciente: de la noche a la mañana surgieron infinidad de nuevas marcas de ginebra que se añadieron a las clásicas; las botellas se tiñeron preferentemente de azul, de todos los azules imaginables, del más pálido turquesa al más intenso zafiro, aunque también las había teñidas de diversos matices del magenta desvaído; sus formas, así mismo, variaron infinitamente; el agua tónica también se diversificó, llegando algunas marcas de ginebras a crear sus propias bebidas gaseosas, con sus propios aromatizantes. En fin, una locura consumista de tantas, pero en este caso en torno al disfrute sensorial gustativo). Tras dar el primer sorbo a su gin tonic, bien servido y mezclado, paseó su vista por el local (la luz, como suele ser habitual en los bares de copas actuales, era blanca y pura, pero indirecta, no muy intensa, lo que creaba un ambiente medio onírico, medio quirúrgico). La descubrió allí, sola, mirándole. Probablemente lo estaba mirando desde que entró, porque percibió en ella una de esas miradas inquisidoras que pretenden desentrañar el misterio que habita en todo desconocido, tanto contemplándolo sin que éste se aperciba de que lo están mirando, como calibrando su reacción ante la mirada directa.

.....Es decir: cuando la miré, ella tenía sus ojos fijos en mí, y no desvió su mirada, sino que siguió mirándome fijamente: primero con expresión ambigua; después, tras unos segundos de aguantar las miradas, esbozando una ligera sonrisa. Probablemente ya había descubierto lo que quería descubrir. Yo sé que existen mujeres así, capaces de escanear el carácter de uno con la sola observación de tus gestos (o ausencia de ellos), tu mirada, tus tics, tus reflejos, tu nerviosismo o tu impasibilidad. Pero sobre todo, la mirada, la forma que tengas de sostener o eludir la suya. La mía debió satisfacerla, pues tras desviar sus ojos y fijarlos en el vaso de whisky siguió sonriendo, incluso más abiertamente. Parecía estar hablando consigo misma, quizá a cerca de alguna primera impresión confirmada sobre mi persona. Yo, que suelo poseer una timidez innata sólo vencida a fuerza de voluntad, aproveché ese gesto para, cogiendo mi bebida, acercarme a su mesa y, saludándola, inquirirle si aceptaba mi compañía. Ella alzó los ojos de su vaso medio vacío y me contestó de forma enteramente natural que cómo no, acompañando sus palabras con un gesto (queriendo decir con él, ¿qué puedo perder?).

.....Tenía voz de contralto, una de esas voces que transmiten confianza y misterio a la vez, de las que te hacen sentirte bien y al mismo tiempo te causan, sin saber por qué, un cierto embarazo. Una voz equívoca, que sugería una positiva impresión, con sorpresa en su interior. Su gesto franco, exento de afectación pero no de una vaga vacilación, abundaba en la sensación de estar ante alguien que sabe lo que quiere, pero que al mismo tiempo no sabe por qué lo quiere. No cabía duda de que me encontraba ante una mujer nada frívola, ni simple. Se encendieron en mi interior las señales de precaución. Pero no las hice caso, no, al menos, para retirarme, sí para no perder el control. Pues se trataba de eso, de hacerse con el control. Ella lo intentaba. Hasta ese momento lo había tenido. Se puede decir que ella fue quien me había atraído a su mesa. No bajé la guardia, por más que no era difícil que eso ocurriera. Era encantadora, con el punto de coquetería que hace de una mujer un sujeto de deseo. Su actitud era la de una hembra tanteando al macho, pero sin caer en lo casquivano o vulgar. Era muy inteligente, durante toda la conversación utilizó frecuentemente la ironía (algo que también es muy de mi gusto). Hablamos de todo y de nada. Pero tanto del todo, como de la nada, sin duda dijimos lo que sentíamos. No hablamos por hablar, no encubrimos con palabras deseos ocultos. Estábamos, ambos, reconociendo el terreno. Como dos púgiles en el primer asalto, nos estuvimos estudiando, explorando las recíprocas aptitudes y posibilidades, intentando descubrir, por esos gestos apenas perceptibles que revelan de uno más de lo que uno quisiera, realmente quién teníamos delante. Descubrimos más puntos en común que desacuerdos, tanto en arte, como en cine o literatura. Hablamos de viajes, de lugares, de ciudades y parajes donde perderse, y de otros donde no nos gustaría estar perdidos. Hablamos de nuestros gustos y antipatías pero no hablamos de nosotros, de nuestras vidas, de por qué nos encontrábamos ahora allí, sentados el uno junto al otro (algo que sin duda los dos deseábamos saber, pero hacia lo que no queríamos correr, por no precipitar acontecimientos). Hubo un momento en la conversación que creí ver refulgir en sus ojos, de forma intermitente, pulsátil, un destello extraño. Pensé que quizá era eso lo que provocaba la sensación equívoca y no su voz, o tal vez fuera la suma de ambos. Lo cierto es que en ese momento, cuando me di cuenta, las señales de precaución pasaron a ser directamente de alarma. Pero la curiosidad pudo más, Decidí seguir. ¿Qué podía perder?

.....Fuimos a su casa. Un apartamento como otros tantos, sito en una urbanización de tantas, alejada del centro de la ciudad. No hicieron falta excusas, los dos sabíamos a lo que íbamos, lo que buscábamos... O al menos eso creí yo. Me equivoqué, porque lo que ella quería, lo que deseaba en última instancia, no era lo que deseaba yo. Lo que yo deseaba, sólo alcanzaba a cumplir la primera parte de su querer. El colofón que ella proyectaba para aquel encuentro nunca lo sospeché, pese a las señales de alarma, pese a aquel brillo extraño que parecía irradiar desde el fondo de sus ojos, un colofón que en realidad era el verdadero y único motivo por el cual yo había sido elegido, y por el que me encontraba ahora allí. Es fácil, llegados a este punto, colegir que me encontraba en manos de una mantis o de una viuda negra; pero, no desmintiendo la deducción, se erraría el tiro.
.....Nos servimos unas copas: ella siguió con el whisky --un blended premium--; yo, con el gin-tonic --ginebra y tónica de marcas de calidad, pero convencionales. Nos sentamos en un gran diván de cretona estampado en tonos lila, negro y blanco, con motivos vegetales que recordaban el minimalismo de los biombos chinos. Allí profundizamos más en la conversación. Comenzamos a hablar de nosotros, de nuestra infancia, de la adolescencia, de los estudios, de los juegos, de las anécdotas y vivencias, de las "primeras veces" (así, en genérico, pues se trataba de expresar el asombro o la turbación ante la primera vez que descubríamos o experimentábamos esto o aquello). Llegamos al sexo, como es de suponer, pero lo hicimos de una manera natural, hilvanada, congruente con la secuencia de nuestras dialogadas exposiciones. Hablamos de la revolución sexual de Erich From en los sesenta, de la reacción hippie, de las comunas, de aquella necesidad que hubo de reivindicar el sexo de una manera natural y sin los prejuicios religiosos que impregnaban entonces las costumbres, atenazando la libre expresión de los cuerpos que se desean y se buscan, y llenando las conciencias de tabúes e interdictos. Acabamos por hablar del Marqués de Sade, de Leopold von Sacher-Masoch, de Giacomo Casanova, de Choderlos de Laclos y su Valmont, de Wilmot, de Sackeville, de nuestro Don Juan...

.....Decidimos despojarnos de la ropa, y lo hicimos. Obviamente mi estado de creciente excitación se hizo más patente que el de ella. No me causó la menor turbación. Todo se había desarrollado de una forma tan sencilla y coherente que no tenía motivos para estar turbado o sentir vergüenza o incomodidad alguna. Lo que debía cumplirse se cumplió. Hicimos el amor, primero con ternura y después de forma salvaje. Ninguno parecíamos sentir la menor limitación, el menor reparo, la más mínima reserva. Estuvimos atareados en la conquista, exploración y disfrute de nuestros cuerpos durante toda la noche. Ya de madrugada, tras un ligero descanso de apenas una hora, algo me despertó -quizá la intuición. Ella me estaba mirando. Volví a ver en sus ojos aquel brillo que me causara alarma, pero ahora ya no parecía provenir de lo más profundo sino que destellaba en toda la superficie de sus enormes pupilas verde mar. Más que brillo, más que reflejo, parecían poseer radiación propia. Al principio temí por mí, por mi vida, porque aquella mujer realmente fuese a cobrarse, en mí, a su víctima (Nadie sabía que yo estaba allí -poco importaba, de todos modos-, podía ser asesinado sin dejara el menor rastro. Sólo habría que hacer desaparecer mi cuerpo).
.....Pero no, amigos míos, no ocurrió nada de eso. En realidad mi vida no corría el menor peligro. Porque la que corría peligro era la de ella. Tuvo mala suerte al elegir, esta vez. Y yo tuve mucha por ser el que soy. Ya lo vengo diciendo desde el principio: quien no teme matar, tampoco teme morir; pero casi siempre es preferible vivir a morir. Antes de que ella pudiera pudiera hacer el menor movimiento, antes incluso de saber qué era lo que le había pasado, la tenía a mis pies, los ojos abiertos, ya sin brillo, la radiación apagada. En su pecho el fino estilete que pretendía hundir en el mío. Es lo que tiene haber profundizado en la cultura oriental, incluso en sus muy eficaces métodos de lucha sin armas. El Zen les sirvió a los guerreros samurai para enfrentarse con la muerte, no ya sin el menor temor (eso ya lo sabían hacer), sino con el alma totalmente aquietada. Un samurai imbuido del espíritu Zen se enfrentaba a la muerte como quien va a segar, y las vidas de sus enemigos, de sus rivales, no eran sino cañas de bambú. Yo, por entonces, llevaba veinte años transpirando aquel mundo, ejercitándome en aquella disciplina de auto control y dominio sobre el cuerpo. Mi intuición estaba tan desarrollada que ya no necesitaba pensar para actuar: mi cuerpo actuaba sin mediar reflexión, automáticamente, más que automáticamente preventivamente a la menor señal de peligro. El cuerpo, sin la intervención mediadora -y torpe- de la mente, es una antena de increíble sensibilidad... y a la vez un mensajero instantáneo, un ejecutor despiadado y eficaz. Después, una vez conjurado el peligro, vendrán las preguntas...
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.....Nunca supe quién era aquella mujer, y si mató antes (imagino que sí, por su forma de conducirse). Pero no soy curioso. Nunca lo he sido. En cambio, fue mi primera vez. No discutiré que sentí cierta turbación, y hasta un amago de malestar que desaparecería gradualmente. Descubrí con asombro que no experimenté ningún remordimiento, ningún pesar. No porque tuviese la excusa de la defensa propia, sino porque hallé en mi interior una creciente y placentera sensación de poder, que llegó a ser, incluso, y en cierta manera, más intensa que los orgasmos tenidos horas antes. Mientras me duchaba establecí una absurda analogía: el agua que caía por mi cuerpo la sentí como si fuera la de un segundo bautismo... Cuando salí de la ducha aún persistía una ligera emoción, un leve temblor por todo mi cuerpo y una extraña sensación de euforia en el alma. Me entretuve en limpiar todo de posibles huellas, cualquier cosa que pudiera delatar mi presencia en la casa. A ella la dejé así, tendida junto a la cama, con la hoja del estilete hundida completamente en el quinto espacio intercostal, sólo la bella empuñadura de marfil labrado (posiblemente de origen malayo) sobresalía de su tórax como una excrecencia, apenas un hilo de sangre corría por su costado hasta el suelo. Me fui con la impresión de que, a partir de ese momento, me deslizaba pendiente abajo por el tobogán de la vida, de una vida que ya coquetea con la muerte y que descubre en el coqueteo, que ésta, la muerte, no es sino una máscara de la vida, una máscara tras la cual otra vida comienza... para los dos: víctima y verdugo.

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GALERÍA


Edward Hopper
1882-1967

3
1949 -1965

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Cape Code Morninrg, 1950
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Summer in the City, 1950
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Rooms by the Sea, 1951
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Hotel By A Railroad, 1952
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Morning Sun, 1952
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Office in a Small City, 1953
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Carolina Morning, 1955
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Sunlight on Brownstones, 1956
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Western Motel, 1957
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People in the sun, 1960
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Second Story Sunlight, 1960
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Woman in the Sun, 1962
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New York Office, 1962
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Intermission (also know as Intermedio), 1962
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Sun in a Empty Room, 1963
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Chair Car, 1965
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Two Comediants, 1965
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Cape Code Evening
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Coast Guard Station
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Early Sunday Morning, 1930
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El Palacio
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First Row Orchestra
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Girl at a Sewing Machine
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Hotel Window
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Summertime
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Sunlights in Cafeteria
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Room at New York
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Moonlight Interior
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Morning in a City 
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New York Restaurant
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Sunday
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Sunday
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Bridge on the Seine
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Cape Code Afternoon
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Le Pont Royal
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