martes, 1 de julio de 2014

Relatos de Verano (1) - GALERÍA: Earl Moran. Pin Ups





Relatos de Verano

1

Amanda

.....No, si no me quejo. Tengo lo que merezco. Lo que me he ganado, para bien o para mal, yo solito. Bueno, sí, quizás con la intervención más o menos interesada de algún prójimo (o prójima). Pero lo que uno alcanza a ser en la vida a nadie se lo debe más que a sí mismo. Esa encrucijada, o senda recoleta, o vía ancha, o borde del abismo, al que uno aboca en un determinado momento en el que se le impone un repaso a su vida, una especie de hacer saldo de las cuentas realizadas hasta ese instante, está ahí porque uno ha caminado hasta ese punto, o corrido o saltado. El caso es que mi encrucijada o borde del abismo, que esa doble índole puede detentar, tiene por nombre Amanda. Y la tengo aquí cerca, detrás de mí, tumbada de medio lado, formando un extraño escorzo que ningún vivo es capaz de realizar con tanta naturalidad. ¿Porque quién dijo nunca que un cuerpo exánime no pueda expresarse con naturalidad? Es más, estoy seguro que la ausencia de prejuicios, de tics, de reflejos (sobre todo de reflejos), de ningún condicionante mental o emotivo, vamos, facilitan una mayor naturalidad en la expresión. Nada como estar muerto para ser enteramente natural, totalmente reintegrado al seno de lo natural, ya no mediatizado por pensamientos ni sentimientos, ni por opiniones, temores o complejos propios, siendo ya sólo, íntegramente, un mero cuerpo entregado a la naturaleza, y, por tanto, poseedor de toda la naturalidad del mundo. En varios meses, quizás en pocos años, según el ámbito que lo acoja, la naturaleza dará cuenta de este cuerpo para reconvertirlo en otra cosa, en otros cuerpos, en otras vidas, que vivirán a costa de él (si el cuerpo es incinerado no, claro; aunque la incineración siempre me ha parecido algo contra natura, salvo en el pueblo hindú, que le dan al acto pirómano el empaque que le corresponde).

.....Esto –morir–, qué duda cabe, nos iguala a todos. De nada le sirve ahora, ya, a Amanda toda su belleza salvaje; de nada ese poder de seducción que te provocaba dolor de testículos solo de mirarla; de nada esa superioridad insultante con que te humillaba no sólo en la cama, sino en cualquier parte. Y no es que ella se las diera de vampiresa o de devoradora (de hombres o de mujeres, según quién se le pusiera por delante; hacía a pelo y a pluma, mientras el bocado fuera lo suficientemente interesante; no, no era promiscua, era libre, libre como el viento, incondicionada, el ser más libérrimo que he conocido), Amanda no ejercía de dominadora, no era suprematista, sino que simplemente era ella de la forma más abierta y franca que le cabe ser a un ser humano, poseía la suficiente inteligencia, belleza y valentía para poder serlo. ¿Qué cómo es que yo, para el común un mercachifle, pude tener acceso a semejante espécimen? Pues porque, pese a lo que parece, no soy tan mercachifle, y sí, bueno, de acuerdo, he tenido un poco de suerte, estar en el lugar oportuno,  en el momento preciso. Eso me proporcionó una ventaja incuestionable, por supuesto, como cuando uno ha de realizar una negociación con alguien que no conoce y las circunstancias proporcionan la ocasión para entibiar la toma de contacto (le salva de morir atropellado por un trolebús, de caerse a las vías del metro justo antes de pasar el convoy, le encuentra la cartera perdida con valiosos documentos,... esa cosas). ¿Que qué fue lo que pasó? ¿Cuál fue mi llave de acceso por la puerta de atrás? Me debo retrotraer a un par de meses atrás para ello, aunque este lapso de tiempo ha sido tan intenso que bien pudiera decir que ha sido una eternidad. En realidad no me equivocaría tanto... pues de eternidades pueden calificarse los momentos gozados con Amanda, y de más eternidades aún los otros momentos, los de la espera cuando se ausentaba de mi lado, hasta que volvía a aparecer para llenarte el siguiente momento de eternidad.

.....¿Es necesario precisar que Amanda poseía la naturaleza de un torbellino, de un maelstrom, que te engullía con sólo estar a su lado? Es correcta la analogía con este fenómeno nórdico, pues junto a ella era como estar en un tiovivo, todo daba vueltas a tu alrededor, y la materia en la cual uno se desplazaba en ese torbellino era una materia orgánica de la más excelente calidad: la propia Amanda. Al principio no me dejaba de pellizcar por ver si despertaba de un tal sueño como el que yo creí estar viviendo. Pero no, estaba despierto, si es que se puede estar despierto estando hipnotizado, subyugado, abducido, por fenómeno para nada normal, como era esta mujer.
.....La conocí, estaba diciendo, una noche desapacible; una de esas noches que uno acaba por arrepentirse de haber salido de casa: viento racheado arrojando la lluvia en todas direcciones, frío, no intenso, pero sí lo suficiente para que el agua al golpearte la cara, al empaparte el cuerpo, te haga sentir en medio del océano en un vendaval (no recuerdo por qué salí de casa esa noche, por cierto, pues soy hombre de pocas veleidades noctámbulas). Iba yo caminando de forma presurosa, cuando, desde un callejón perpendicular a la calle que yo llevaba, una voz de mujer pedía auxilio. Yo no me suelo meter en líos, más bien los huyo, siempre me ha ido bien con esta táctica, pues no me he visto nunca involucrado en ninguno. Y ¡qué caramba!, quizás uno ha hecho toda su vida artes marciales para un momento así. Sin pensármelo mucho (cosa que, haga lo que haga de esta forma, suele salirme mal) me sumergí en la oscuridad desde la que venían los gritos, allí me topé con un tipo que le estaba sacudiendo la badana a una mujer. A pesar de que los ojos ya iban acostumbrando a esa boca de lobo que era el dicho callejón, no pude distinguir más que dos bultos o sombras: la más grande zurrando a la más pequeña, que no paraba de pedir piedad, entremezclado con algún insulto, al ver que las súplicas no servían; el método debía de gustarle al tipo que zurraba, porque parecía regocijarse tanto con las peticiones de clemencia como con los improperios. Tardaron unos segundos en detectar mi presencia, ella antes que él (claro, la más necesitada; él estaba suficientemente concentrado en su labor de darle al punching-ball). A decir verdad, él se apercibió de mi presencia porque ella se dirigió a mí (estaba situada frente a la calle por donde yo aparecí, mientras el gachó estaba de espaldas).

.....El hombre se giró, cuando oyó a Amanda (aún no sabía yo que se llamaba así, claro) dirigirse a mí pidiendo por favor que la librara del inhumano castigo que le estaba infligiendo aquel bestia. Dejé, por rigor con mi profesionalidad, que fuese él quien lanzase primero el puño. Lo vi venir como si fuera a cámara lenta, apenas tuve que hacer un gesto para esquivarlo dando medio paso hacia atrás; él no vio venir el mío cuando di, a mi vez, más rápido que un pestañeo, un paso hacia adelante: le estalló en plena mandíbula. Se acabó el combate. A pesar de que el angelito me sacaba la cabeza y probablemente veinte o treinta kilos, los treinta años de dura práctica en el gimnasio habían servido para algo. Me resultó demasiado fácil, pero no me detuve mucho tiempo en cavilaciones narcisistas. Tras comprobar que el tipo estaba más dormido que la Bella Durmiente antes del beso, me dirigí hacia la mujer que permanecía contra la pared, acurrucada, doliéndose lastimeramente de las contusiones que el gárrulo le había proporcionado. La tomé por lo hombros intentando calmarla (el duro puño, ahora, blanda mano). Ella gimoteaba, pero se levantó; a duras penas, pero lo hizo. Trastabillando, al ver a sus pies al distribuidor de estopa tumbado cuan largo era, lo propinó una patada con un «puerco», como valor añadido. Fuimos andando hacia la luz de la calle transversal al callejón (la misma que yo traía cuando los gritos de esta mujer me desviaron de mi camino). La llevaba sujeta por los hombros, pues iba tambaleándose. Ya en la calle iluminada por las farolas la pude ver (y ella a mí). A pesar del estado lastimoso en que se encontraba, con nariz y boca sangrando, el rostro magullado, el pelo mojado y alborotado, una manga de la chaqueta desgarrada por las costuras del hombro y toda ella manchada del barro –que visitó varias veces expeditivamente por orden de las manos del gorila que la zurrara–, a pesar de todo esto, digo, no pudo esconder la belleza animal que desprendía por cada poro de su ser. Era rubia, más alta que yo (claro que eso tampoco es decir mucho, dado mi metro setenta de estatura), probablemente guapísima, de ojos enormes ligeramente rasgados, nariz recta y proporcionada y boca de labios carnosos (ahora en estado lamentable); vestía un traje chaqueta de falda ceñida a unas caderas que cortaban el hipo –y probablemente a un culo que lo hacía volver a coger. Calzaba tacones altos, y pese a su estado caminaba sobre ellos con una elegancia suprema. Puedo asegurar que pese a lo que pudiera parecer, al final, el noqueado era yo...

.....La llevé a su casa, tras preguntarle dónde vivía, y no me dejó ir hasta que no me secara la ropa; cosa que, ya con una copa en la mano, estábamos haciendo, los dos, quince minutos más tarde. El apartamento disponía de buena calefacción central por lo que allí estábamos los dos, como dios nos trajo al mundo, con una copa sobre la mesa. Estábamos en el sofá (uno tapizado en velour rojo burdeos, que parecía la suave piel de un cabritillo). Yo le limpiaba las contusiones con apósitos y agua oxigenada, y ella, de vez en vez, allí donde mi mano se posaba sobre una zona donde el dolor era aún patente, emitía gemiditos, apenas respingos, pero que me ponían el vello de punta. Ella lo notaba, porque me comentó algo sobre mi naturaleza gatuna y la carga electrostática del ambiente... de determinados ambientes, le contesté (lo de la naturaleza gatuna no lo cogí hasta bastante después). La verdad es que me encontraba a las mil maravillas: por primera vez había necesitado hacer uso de mis habilidades marciales; por primera vez una mujer me había invitado a pasar la noche con ella nada más conocerla; por primera vez, también, me había animado a desnudarnos para realizar mi labor de enfermero accidental; por primera vez, pese a tanta excepción, me sentía como siempre había querido sentirme con una mujer: desinhibido y naturalmente paradisíaco. A la tercera contusión asépticamente tratada, ya estaba añadiendo, de mi propia cosecha, un leve beso sobre la magulladura, mano de santo –le decía yo. Labios de santo –me contestaba ella. ¿Sabes? –me dijo–, nunca he tenido la oportunidad de besar a un santo en la boca. Pues ahora lo tienes fácil –le contesté–, mirándola de soslayo, mientras le besaba una abrasión en la rodilla. Ni corta ni perezosa, se inclinó hacia mí, me cogió de los hombros y colocando mi cara a la altura de la suya, me plantó un beso esplendoroso. Al rato no sabía si los gemidos que profería eran debidos a las heridas o a la frenética labor de brega en la que había desembocado el juego del tú la llevas, de boca contra boca. Si mi orgasmo fue colosal se lo debí a su no menos colosal contribución, ya que, según me dijo después, sintió una extraña mezcla de placer dolor que le causó una excitación monumental, como nunca antes –me aseguró–, y consecuentemente un multiorgasmo que por poco me empotra a mí  contra el techo. Tras aquello nos fuimos a la cama y dormimos como lirones.

.....A la mañana siguiente la ropa ya estaba seca. Lo comprobamos tras haber repetido el numerito de la noche anterior, aunque no con el mismo desorbitado resultado, si bien debo decir, en honor a la verdad, que tampoco estuvo nada mal: en otro registro diferente, menos salvaje y más concienzudo, más queriendo investigar cada uno en el territorio sensual del otro. A la luz del día, ¡Cielos! era aún más preciosa de lo que me pareció la noche anterior. No tendría todavía treinta años, pues su cuerpo tenía esa lozanía en sazón del organismo plenamente desarrollado, de rosa recién abierta en la que la corola, abandonado el estadio de capullo, aún se encuentra prieta, plena de aroma, un aroma maduro y voluptuoso a rojo pasión, como el de un buen borgoña de diez años. La suavidad de su piel se parecía a la del durazno que sólo se criaba en los huertos del califa Omeya de Bagdad, el mismo que utilizaban las odaliscas para darse placer en los labios y que así apareciesen siempre turgentes, incitantes al beso. Deslizarse por su piel era lo más parecido a mecerse entre nubes (si es que algo así es imaginablemente perceptible). Poseía un ombligo perfecto (y a mí me pirran los ombligos bien hechos). La mirase desde el ángulo que la mirase, no dejaba de asombrarme tal grado de hermosura y atracción en un cuerpo. Porque un cuerpo puede ser bello, perfecto, armónico, pero, muchas veces, los cuerpos así le dejan a uno frío, porque parecen esculpidos en mármol por un artista embelesado por un sueño. El de Amanda, en cambio, era un cuerpo no sólo superlativamente bien conformado, sino sugerente, seductor, atrayente hasta el dolor. Cada perspectiva (la de la espalda, la de las nalgas, la de los senos, de perfil o de frente –o desde abajo, o desde arriba–, la de su boca entreabierta, la de sus ojos cerrados o abiertos, la de sus pies,...) era un motivo para el regocijo, para el embeleso,... y para la erección.

.....Desayunamos, nos vestimos y nos despedimos con un húmedo beso en los labios. Nos dimos los teléfonos (por si acaso). El acaso estaba justificado: nos llamamos, por extraño que pueda parecer, los dos al mismo tiempo, al día siguiente. Estabas comunicando. Claro te estaba llamando a ti. ¡Anda! pero si era yo quien te llamaba. Por eso daba la señal de comunicando. Bueno, qué –me dice– ¿te apetece que nos veamos luego, por la tarde, a eso de las 20 h? ¿Y no puede ser a las 19 h? –le contesto. ¿Tantas ganas me tienes? –dice, pícaramente, entre risas. Es que quiero ver cómo andan esas contusiones, por si te tengo que hacer otra cura... ¡Uy!, pues creo que sí, necesito otra cura, al menos tan eficaz como la de ayer –subrayó aún con más picardía–, que no quiero que se me vaya del todo el dolor ¿sabes?. Ya, ya, entiendo, el contradiós del placer-dolor, sí; menuda sadomasoquista estás tú hecha. Eso no es de sadomasoquista, sino de inteligente. Sé lo que me conviene, y lo que me conviene cuanto antes es una cura como la de ayer, así es que, de acuerdo, te tomo la palabra, te espero a las 19 h, en casa.
.....Y así dos meses y pico de eternidades, a días con doble sesión: matutina y vespertina, o nocturna y boreal. Una locura. Hasta hace una semana, en que volvió a aparecer el energúmeno con quien se entretenía cuando la conocí. Se presentó en su casa, cuando estábamos los dos en plena faena. Entró hasta la habitación... ¡porque tenía llaves de la casa! Muy bonito, hombre, muy bonito –dijo con una voz que parecía la de una morsa acatarrada. Antes de que yo pudiera despegarme de Amanda, el cañón de una pistola me estaba apuntando. Seguir, seguir –apuntó el tipo–, por mí no os detengáis, me gusta el papel de voyeur...  mientras después haya sesión para mí, claro. Y al decir todo esto no dejaba de balancear el revólver de un lado para otro. Estaba claro que no era la primera vez que representaba este papel. Maldigo mi suerte, dije para mí. Era demasiado bueno para ser cierto. Resulta que no soy mas que una víctima de dos raritos de esos que cuentan las novelas y de vez en vez uno puede ver (si es que tiene el mal gusto de verlos) en films de serie X.

.....Como puedes comprender, contigo he de tomar precauciones extra, Pequeño Saltamontes. No puedo arriesgarme a que me pongas el pie en el paladar. Así es que, venga, ya te estás moviendo, que a Amanda le encanta el número que viene. Si lo haces bien, y la haces gozar de lo lindo, hasta es posible que después yo te haga el favor de ponerte mirando al sur. Jajajajaja –rió el muy mariconazo. Ni que decir tiene que a mí se me quedó como la minina de un macaco en un refrigerador. A mí, las cosas raritas las justas. Intenté darme tiempo; tiempo para pensar, pese a lo difícil que puede resultar teniendo una pistola apuntándote y a una mujer despampanante desnuda, dispuesta a devorarte. Antes de darme cuenta ya tenía a Amanda solucionando mi problema de deflacción. Y qué bien lo hacía la Circe de ella. A pesar de la situación logró lo que parecía imposible. Se me puso dura como nunca. Quizás lo que funcionaba para ella con respecto al dolor, estaba funcionando para mí con respecto al peligro. Lo cierto es que nos dimos una buena sesión, tan buena, que el energúmeno no pudo por menos que ponerse mano a la obra, pasando de la simple observación a la autoestimulación. ¡Joder! ¡Nunca me había pasado esto! –pensaba deprisa mientras la follaba con furia. Y en el fragor de la batalla, cuando escalábamos irremediable y escandalosamente directos hacia una cumbre nunca hollada, no sé cómo, se me paso por la cabeza la solución, fue un chispazo, como una descarga orgásmica, pero con premonición. Aquel tipo, absorto en nuestro y su placer, estaba claro que se había olvidado de su labor de centinela custodio. La pistola seguía, ahora en su mano izquierda (la derecha estaba dedicada a una más placentera función), pero más como un objeto excitador (de vez en vez se llevaba el cañón de la pistola al pezón derecho) que como arma agresiva. Cuando iniciamos el orgasmo, entre gritos, gemidos y juramentos, me desacoplé como un rayo, y para cuando se quiso dar cuenta el gárrulo, mi pie fisgoneaba en su paladar. Cayó fofo, como un saco de patatas, hacia atrás desde el sillón que ocupaba, al voltearse éste por la violencia del golpe. Amanda se había quedado catatónica; presumo que más por haberla dejado cortada en pleno orgasmo que por mi rápida acción.

.....¿Qué podía hacer yo? En resumidas cuentas, aquel bellezón sí era una devoradora de hombres, y de las más ávidas y despiadadas, aquellas que te hacen forjar un paraíso, para después hundirte en un infierno. Aquella, también, fue la primera vez que utilicé la poderosa eficacia del golpe único. Algo para lo que se entrena con la esperanza de no tener que utilizarlo jamás...
....No fue por despecho, tampoco por ira, ni tan siquiera por un sentimiento de vergüenza insoportable... Lo hice, simplemente, por no ser verdad, por haber defraudado en mí lo más sagrado: el derecho a soñar. Al fin y al cabo, se trataba de matar definitivamente el sueño. No sufrió; ni siquiera se enteró. Ni vio llegar la mano, ni oyó el sonido seco del golpe en su propia sien. Cuando Amanda tocó el suelo ya estaba muerta. Yo no sé cómo me sentí, pero al hacerlo, al golpearla con toda la precisión y sutileza de que fui capaz, y comprobar el resultado, noté cómo el sexo me latía (no sé si agradecido o dolido). Lo cierto es que aquel cuerpo ya sin vida, en aquel escorzo imposible, estaba más bello que nunca, y seguía poseyendo esa característica capacidad de sugestión, ese magnetismo sexual, que atrapaba al primer vistazo irradiando una poderosa y cálida sensación de sensualidad inagotable, digna de ser esculpida en mármol por un Bernini o un Clésinger.
.....Registré la casa, pero no tuve que revolver mucho para encontrar lo que buscaba: ¡Tenían un circuito cerrado de televisión que abarcaba todos los rincones de la casa! La consola de control estaba en el piso de arriba, en una habitación que probablemente el tipejo ocuparía mientras nosotros –creía, ingenuo de mí– vivíamos la aventura de nuestras vidas... Me hice con todas las cintas de los registros, los metí en una bolsa (que después quemaría), y me fui pensando lo extraña y cruel que es la vida a veces.

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GALERÍA


Earl Moran
1893-1984
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PIN UPS
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Norma Jean (Marilyn Monroe)
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