miércoles, 23 de julio de 2014

Relatos de Verano (7) - GALERÍA: Zoë Mozert. Pin Ups





Relatos de Verano

6

Ana

Segunda Parte

3
.....La reunión tendría lugar en el despacho de un testaferro que no comprometía a nadie, uno de esos tipos oscuros, anónimos, que siempre ocupan un lugar en las cloacas del sistema. Allí Jaime esperaba encontrarse con el mafioso y el representante del ayuntamiento (otro tipo perfectamente anónimo que difícilmente pudiera asociarse al órgano de gobierno municipal).
.....Se levantó temprano ese día –el jueves antes aludido–, salió a correr por la playa, se dio un baño en el mar y regresó al hotel. A su llegada se encontró con Ana (que desde los ventanales de la quinta planta (la que tenía a su cargo) lo había estado observando corretear por la orilla del mar y después zambullirse en él). Se ducharon juntos e hicieron el amor en la misma ducha, mientras el agua caliente los rociaba aportando una nota sensorial nueva que los hizo gozar con matices así mismo nuevos. Tras lo cual, se despidieron con un beso que tenía el sabor de un hasta luego.
.....Jaime se afeitó, se vistió y se sentó a la mesa escritorio a repasar sus notas y realizar sus últimos árboles de ideas (a los que era muy aficionado, y que no pocas veces le habían ayudado a elucidar soluciones a problemas aparentemente irresolubles; en éste, de forma terca, quería colarse de alguna manera Ana, algo estúpido, pues Ana nada tenía que ver con el asunto que se iba a dirimir, pero, aún así, la imagen de Ana se empeñaba en formar parte del árbol: la colocó como una ramita más, a modo de floración de la flecha relacional que le unía a él con la idea de la dignidad y los principios que su abuelo tan profundamente le inculcara –por nada del mundo se le hubiera ocurrido ligarla a los turbios asuntos que se tratarían).

.....Cuando llegó al punto de encuentro, uno de esos locales disimulados en un edificio de función indefinida, en el que uno no sabe si está en unas galerías comerciales obsoletas, en unos almacenes en desuso o en una corrala, como un laberinto de feria, de pasillos intrincados donde nadie conoce a nadie, el testaferro le estaba esperando, salió a su paso y le condujo a la pequeña sala (poco más que un despacho de oficinista) donde esperaban sentados el mafioso y el mediador municipal. Después, el testaferro, haciendo mutis por el foro, se despidió y, cerrando la puerta, los dejó solos.
.....La reunión terminó como esperaba, aunque no como hubiera deseado: sin acuerdo. Delante le pusieron zanahorias de todos los tamaños y formas, maletines, viajes a suiza y otros más exóticos paraísos fiscales donde poner a buen recaudo la mordida obtenida si cedía los derechos y la titularidad de la plica ganada. Jaime, en un principio, les siguió el juego por el mero placer de saber hasta qué extremo podían llegar con sus triquiñuelas, y cuánto estarían dispuestos a dar por cometer una tal ilegalidad. Jaime, también, era así: le gustaba el juego (aunque nunca frecuentó timbas ni casinos, ni apostara cantidad alguna en ningún evento, fuera o no ad hoc). Pero cuando les dejó bien claro que no cedería, el mafioso se levantó airado, pero contenido, con mirada glacial y dura, fijándose en sus ojos, y advirtió: ándense con cuidado, esto no va a quedar así, estoy dispuesto cueste lo que cueste a hacerme con esa contrata, tanto si se avienen a razones, como si no. Les doy un día para que recapacite, tras el cual, si no obtengo una respuesta afirmativa por su parte, consideraré rota la negociación y yo me sentiré libre para emplear otros métodos menos dialogantes. El mediador ejerció de ello (a su manera, claro), les pidió que reconsideraran..., les rogó que no se encerraran en sus mutuas posiciones..., les imploró sentido común... Jaime lo miró con desprecio, y después le dijo: por culpa de gente como usted, estos... señores actúan como actúan, y así nos va; es una pena que las cosas sean así,pero ni yo, ni mi padre, ni el espíritu que alienta en nuestro alma de gente de bien puede plegarse a estas maquinaciones que pervierten el sentido social del ser humano. ¡Usted es un estúpido soñador, amigo; uno de esos que viven en otro mundo, y que se empeñan en perturbar el normal funcionamiento de este! Le espetó el mafioso. Jaime le dio la espalda y salió del lugar. Cuando llegó a la calle respiró hondo para limpiar el aire viciado de los pulmones.

.....A partir de ese momento el lobo que había en Jaime se mantuvo en guardía. Fue así cómo se dio cuenta que lo seguían. No creía equivocarse, pues sintió un leve y ya familiar escalofrío recorrer su espalda, erizándole el vello: siempre que lo acechaba un peligro su inconsciente le advertía de esta forma. Eran dos tipos de tez muy morena, quizá mulatos. Lo hacían a distancia, queriendo pasar inadvertidos; pero se veía a la legua que no eran profesionales (menos mal, se dijo a sí mismo). Lo siguieron hasta el hotel.
.....Ese mediodía comería solo, en el restaurante-bufete del hotel, de espaldas a la pared. Pero hasta la hora de comer aún quedaba tiempo... Llamó al servicio de habitaciones. A los pocos minutos llegó Ana. Se abrazaron y se besaron con intensidad. ¿Qué tal ha ido todo?, se atrevió a preguntar la mujer, detectando en la mirada de su amante la tensión de su cuerpo en alerta, señal inequívoca de que algo no iba bien. Bien, bien, no te preocupes; nada que no esperara. Tras lo cual se entregaron el uno al otro. Ana comprobó hasta qué punto el Jaime-lobo era dueño de la situación en esos momentos: la hizo correrse dos veces antes de aullar –con sordina. En ese aullido desahogaba toda la tensión acumulada y toda la pasión comprimida.

.....Por la tarde, tras comer y echarse la siesta (que Ana acunó debidamente durante el descanso vespertino, entre uno y otro turno), tenía previsto salir a realizar una pequeña excursión a Serra Gelada, un parque natural costero de gran belleza por sus acantilados y farallones calizos que desde los trescientos metros caen a pico sobre un mar de intenso azul cobalto. Cogería un taxi que lo llevara hasta la Cruz (una de unos cuatro metros de altura, visible desde cualquier punto de la ciudad que, iluminada interiormente en las noches, a modo de crucero costero se alza al final de una carretera que serpentea por la montaña hasta encaramarse a esta altura, donde termina súbitamente en una pequeña rotonda). Desde ese enclave se puede disfrutar una de las vistas urbanas del litoral más hermosas y típicas: las dos playas en forma de extendidas y doradas semilunas, separadas por el Castillo (el antiguo pueblecito de pescadores encaramado a una pequeña colina sobre el mar), flanqueadas por altos edificios que hacen evocar una gran ciudad americana (el Manhattan levantino, lo llaman). A partir de ahí se puede seguir subiendo por sendas, entre pedregales y monte bajo de tomillos, romeros y lavandas, hasta el borde de los acantilados, que se extienden durante un par de kilómetros hasta el Faro del Albir, y que constituyen: desde el mar, un muro calizo; y desde la tierra, una privilegiada balconada al Mediterráneo. Jaime se proponía subir hasta el borde y, después, cuando comenzara a caer la tarde y la ciudad comenzara a abrir paulatinamente sus innumerables ojos de luz a la noche, demorarse en la vista urbana desde la Cruz.

.....Al coger en taxi no vio nada sospechoso. Ya de camino hacia Serra Gelada miró a través del cristal trasero y tampoco notó que lo siguieran. Sabía que debía tomar precauciones, pero no tenía miedo; si lo hubiera tenido no habría salido. Era un soñador, un inocente y un cándido, pero no un cobarde.
Llegó a la Cruz, abandonó el taxi y se dirigió por la senda que llevaba a la ondulación más alta, hacia arriba, en dirección del borde del acantilado. Le encantaba triscar como las cabras, someter a prueba su corazón, que latía con fuerza. Sudoroso llegó a la cumbre y disfrutó de las vistas: hacia el interior, toda la zona habitada que incluía la urbe que acaba de abandonar y las urbes vecinas (la Nucía, Polop, Altea, El albir); y, más allá, hacia el noroeste, como otro muro aún más alto que este que le servía de mirador, la mole del Puig Campana, con su perfil quebrado que es fuente de leyendas; y más allá aún, más al noreste, el Ponoch, como un león dormido. Hacia el mar, el azul celeste intenso del cielo se fundía en el horizonte con el azul cobalto del mar; más allá, en algún lugar, surgiendo del fondo del mar, las islas (Ibiza, Mallorca, Menorca). Unas vistas impresionantes, en fin. Tras disfrutarlas durante una hora, sumergiéndose de vez en vez en más profundos y menos menos bucólicos problemas, se dispuso a regresar. Mientras bajaba con soltura de lobo, la conversación de la mañana regresaba a él una y otra vez. Esperaba una reacción del mafioso, pero ¿en qué forma? ¿cuál sería su represalia?.

.....La respuesta le esperaba emboscada en la rotonda que daba por concluida la carretera que se encaramaba hasta la Cruz. Cuatro sombras salieron de detrás de los pinos cuando él apareció. Dos de ellas le resultaron familiares, se trataba de los dos tipos que ya había visto por la mañana, siguiéndole; a los otros dos, igualmente de tez morena, no los conocía.
.....Se dirigieron hacia él. Sabía que cualquier intento de diálogo sería vano. Estos habían sido enviados, cuanto menos, para escarmentarlo. Al lobo se le erizó el pelo del lomo, estiró los ojos, enfocando el escenario, apresto el belfo y enseñó los colmillos cuando el primero de aquellos tipos se fue hacia él: la primera dentellada, tras describir una elíptica que nadie fue capaz de ver, le estalló en la sien como un rayo, el tipo no supo que le pasó, simplemente le estalló el cerebro, se llenó todo de luz y después se apagó. Cayó al suelo como fulminado por un rayo. Después, el lobo-Jaime, realizando un giro sobre sí mismo, lanzó la segunda dentellada, alcanzó al que tenía más cerca, a su derecha, de pleno en el estómago; el talón le golpeó con tal violencia y precisión, que a aquel desgraciado sólo le dio tiempo para exclamar ¡Ouch! antes de arrugarse y caer hacia atrás como un trapo. Quedó Jaime ahora cara a cara ante los otros dos, que dieron un brinco hacia atrás. El factor sorpresa ya ya se había esfumado, privándole de una ventaja, pero se había desecho ya de dos. Uno de ellos sacó una navaja automática. El otro se puso en la típica guardia del púgil diestro: pierna izquierda ligeramente adelantada, puño izquierdo adelante, a la altura del pecho, y el derecho agazapado entre el hombro y el mentón. Vaya, vaya, dijo el de la navaja, así es que el gentleman sabe artes marciales... hum! esto no nos lo habían advertido, claro que para lo que te va a servir. Te has desecho de la carne de cañón, amigo mío. Pero ahora tienes delante a dos que te van a dar una lección, pese a todo tu kung-fu. Mientras hablaba el navajero se fueron separando a derecha e izquierda de Jaime para poderlo acometer desde dos direcciones a la vez. Jaime se arrimó a la pared para no ser rodeado por la espalda. Allí los esperó. La navaja brilló, rayo de mortífera plata, al describir su súbito recorrido en el aire buscando herir, Jaime, con un movimiento ágil, hurtó el bulto, y, al tiempo, lanzó el pie: el canto de su zapatilla deportiva se hundió en el vientre del navajero, que aulló de dolor al caer al suelo. De forma simultanea a la acción anterior, Jaime sintió cómo un puño se estrellaba contra su frente, trastabilló y se dio contra la pared, lo que evitó que diera en tierra. Estaba aturdido pero no grogui. Se colocó en guardia. Ante él, el boxeador, desafiante, comenzó a bailar, atento a sus pies, a sus manos, a sus movimientos. El combate duró un par de minutos y acabó como era de esperar. El boxeador no era un profesional, y acabó siendo víctima de la mayor habilidad de Jaime para la lucha. Una habilidad adquirida durante casi veinte años de práctica en un Dojo de karate, regentado por un instructor hispano alemán, más imbuido aún en el espíritu del bushido que su maestro, un irreductible y duro japonés descendiente de samuráis. Ni la universidad separó a Jaime de su relación con el Dojo, ni de profundizar en su aprendizaje marcial. Ni tan siquiera en su año en Londres, donde entrenó bajo la supervisión de otro afamado maestro japonés, dejaría el Karate-Do, una disciplina que ya formaba parte necesaria de su vida y que contribuía a su equilibrio psico-físico.

.....A pesar de su victoria, Jaime recibió algunos golpes que le dejaron señalada la cara: tumefacto un ojo y roto el labio, además de algún certero gancho en las costillas que sólo un cuerpo endurecido por el entrenamiento pudo haber soportado sin sufrir mayores daños.
.....Cuando lo vio, Ana se echó la mano a la boca ahogando un grito. ¡Santo dios, Jaime, qué te ha pasado? acertó a decir. El otro, sopesando rápidamente la conveniencia o no de revelarla la verdad, optó por hacerlo a medias, es decir, por contarle la pelea, pero escondiéndole el motivo. ¡Serán salvajes! Los habrás denunciado ¿no?. ¿Y de qué serviría eso? contestó Jaime, restándole importancia al altercado. ¿Cómo que de qué serviría? Pues aunque sólo sea para castigar a esos infames, y escarmentarlos para que no vuelvan a reincidir. No, no sirve de nada. Además no los conocía, no sabría qué decir a la policía: ¿que cuatro tipos de piel oscura y acento caribeño me habían querido propinar una paliza y habían salido escaldados? De qué serviría. Ya se llevaron su merecido. Ahora sólo queda poner tierra de por medio... ¿Cómo?, exclamó Ana alarmada, ¿que te vas a ir, así, sin más ni más? y al decir esto sintió tal desgarro en su pecho que no acertaba a hilvanar una argumentación coherente; sólo repetía: es que... yo... ya no sabría qué hacer sin ti... Qué haré sin ti, qué haré... No, no te puedes ir así... Jaime intentaba calmarla, la acariciaba, la estrechaba contra su pecho. Tranquila, schhhh... tranquila. Que lo nuestro no tiene por qué acabar aquí. Sepárate de tu marido cuanto antes y vente conmigo, yo me haré cargo de de vosotros. No... no puedo hacer eso. Es tu vida, Jaime, no puedo condicionarte con la mía. Pero separarnos así... Si al menos pudiésemos seguir viéndonos. Aunque sólo fuera hasta que este fuego se consuma o se mitigue... ¡qué sé yo! Pero ahora no... ahora no podría... me desgarraría tu separación. Tranquila, Ana, tranquila. Déjalo en mis manos. Además no me voy a ir hoy mismo. Cumpliré mi programa, y si eso te sirve de algo iré a la policía a poner una denuncia (ocultándoles, obviamente el motivo, pensó). Nos quedan dos días, disfrutemos de nosotros y después... Jaime propondrá y dios no tendrá más remedio que disponer. Dicho lo cual se fundieron en un largo abrazo, que derivó en una batalla de amor de la cual quedaron los dos rendidos.

Epílogo
.....¿Qué te ha pasado, díme? Una Ana en jarras, amenazante, le conminaba a responder a Rinaldo. Éste, que apenas sí podía abrir la boca, balbuceaba mirando al suelo. Pero ¿te has visto? ¡si das pena! Y la verdad es que Rinaldo, con la nariz y la mandíbula inflamadas (presumiblemente, ambas, rotas), hasta el punto de deformarle la cara como un Quasimodo de piel oscura, daba lástima. Se le veía derrotado, hecho trizas, con la autoestima por los suelos. De repente, Ana unió cabos, estableció analogías, llegó a conclusiones... Acababa de dejar a Jaime, magullado a causa de una pelea mantenida con –según él– unos tipos de piel oscura y acento caribeño, y ahora llegaba a casa y se encontraba a su marido, a Rinaldo, el boxeador amateur, en peores condiciones que su amante. Se estremeció. Por poco pierde pie. Los niños comenzaron a llorar (quizás presintiendo la tragedia, quizás asustados por el aspecto de su padre, quizás amedrentados por la mirada de su madre que se iba encendiendo cada vez más). Los niños son unos seres muy sensitivos, capaces de captar en sus padres actitudes y reacciones antes de que se produzcan.
.....¡Eres un mamarracho! Le soltó Ana a Rinaldo, y en su voz podía distinguirse todo el desprecio del mundo. Todo el desprecio acumulado, sobre todo, en el último año en el que ya había dado el caso por perdido. Dime, anda, qué es lo que has hecho, mequetrefe, imbécil... Qué necesidad tenías... Rinaldo levantó la cabeza, con dolor y esfuerzo, pero la levantó, se quedó mirando a su mujer mientras le insultaba, no dando crédito a lo que oía y veía. En vez de atenderlo, de cuidarlo, de interesarse y compadecerse de él, lo vilipendiaba como si supiese realmente la causa de su lamentable estado, como si adivinase lo que había sucedido unas horas antes, allí arriba, en Serra Gelada. Los ojos de Ana echaban chispas, los de Rinaldo vertían lágrimas. No la ablandó, antes al contrario, le dijo a la cara, mirándole fijamente: se acabó, me oyes, se acabó, te dejo, te abandono, te mando al quinto pino, voy a divorciarme... maldigo la hora en que no hice caso a mi madre, maldigo la hora en que te conocí...

.....Y, cazando al vuelo una reflexión tenida al desgaire, pensó en voz alta, dirigiéndose a ella misma: claro que si no te hubiera conocido, quizás tampoco habrían ocurrido otras cosas relacionadas con este hecho (y al decirse esto pensaba en Jaime, por supuesto)... Bueno, el caso es que hasta aquí hemos llegado. Y dirigiéndose otra vez a su marido, continuó: ya estás buscándote otro domicilio porque te echo de éste, entre otras razones porque lo estoy pagando yo. Eres un vago sin oficio ni beneficio y, además, un delincuente. Al decir esto, se calló. Él, Rinaldo, se levantó, clavó sus ojos en ella y avanzó con los puños cerrados. Ella retrocedió, algo vio en aquellos ojos inyectados en sangre que le dio miedo. Los niños lloraban más fuerte aún que antes. La tragedia parecía inevitable. En ese momento sonó el timbre de la puerta. Sonó de forma insistente. Tras unos pocos segundos, en que sólo se oyó un denso silencio, la aporrearon: una voz familiar se dejaba oír a través de la endeble hoja de aquel piso barato: ¡Ana! ¡Ana! ¿Estás ahí? ¡Abre la puerta! ¡Abre! Rinaldo miró hacia la entrada, después la miró a ella, también a él se le estaba haciendo la luz en aquella cabezota maltrecha y ahora llena de grillos. Reconozco esa voz, dijo Rinaldo, avanzando más, lentamente, hacia su mujer. Las lágrimas se habían evaporado, ahora las ascuas ocupaban su lugar. Los golpes en la puerta eran cada vez más fuertes. ¡Abre, Ana! ¡Abre! A Ana le interceptaba el paso Rinaldo, situado entre ella y la puerta de la salita que daba al recibidor. Al fin salió de su aturdimiento y no pudiendo contenerse más lanzó un grito... ¡Estoy aquí, Jaime, aq...! No acabó de decir el segundo aquí: el puño izquierdo de Rinaldo se había estrellado en su estómago cortándola la respiración. El derecho lo recibió en plena cara, lo que la hizo caer hacia atrás. Los niños eran ya una pura berrea. La puerta del piso, tan ligera y de mala calidad, saltó hecha añicos. Tras las astillas penetró Jaime con la velocidad de un ciclón, y como un ciclón se plantó en la salita donde se topó con la escena: Rinaldo, fuera de sí, se encontraba agachado, a horcajadas sobre Ana a la que intentaba estrangular con sus propias manos.

.....Cuando se lo llevaba esposado la policía, Rinaldo, no hacía más que gritar: ¡Me las pagaréis! ¡Me las pagaréis todas juntas, malnacidos! dirigiendo a los amantes una mirada llena de odio. Las voces amenazantes siguieron mientras lo bajaban por la escalera, hasta que se alejaron y se perdieron definitivamente. Arriba, en el escenario del drama, Jaime sujetaba, acariciándola, una mano de Ana, que, a su vez, recibía la atención de un médico y una enfermera del Servicio de Emergencias. Tendrá que pasar a declarar por comisaría, le dijo, deferente, el inspector Dominguez. Sí, por supuesto, no hay ningún problema, cuando ustedes quieran. Si puede pasar hoy mismo se lo agradeceremos, cuanto antes cerremos el informe mejor para usted... y para nosotros. Vaya moda (comentó el inspector, de forma resignada), esto no hay quien lo pare, por más campañas que se hacen, por más concienciación que se intenta, por más que se endurecen las penas... no hay manera. Jaime (que se cuidó muy mucho de apostillar nada comprometido a ese comentario), en ese momento, le decía a Ana: si no llego a interesarme por ti, si no hubiese preguntado a tu compañera a cerca de ti y de tu vida, no habría llegado a tiempo. Era una posibilidad, pero no podía obviarla. Parecía demasiada casualidad, cosa de locos, pero mi intuición nunca me ha fallado. Cuando me informó que tu marido era cubano, y que allí, en Cuba, había sido boxeador, salí corriendo dejándola con la palabra en la boca (por cierto, he de pedirle disculpas por dejarla así). Si no llego a venir... No quiero ni pensarlo. Ana lo miraba –dificultosamente, eso sí, pues su ojo izquierdo estaba casi completamente cerrado por el bestial uppercut propinado por Rinaldo–, y en su mirada no sólo había ardiente pasión, sino que podía atisbarse el más sereno brillo de un amor que comenzaba a crecer en su pecho.

Fin

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GALERÍA


Zoë Mozert
1907-1993

PIN UPS
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